domingo, 28 de noviembre de 2010

De expectativas y frustraciones I

 
(Relato no ganador, ni finalista, ni nada. Rectifico entonces, relato rechazado de un concurso literario con el nombre de un plomo existencialista de posguerra. Reciclando, que soy un puto vago y un inútil)



  

         La miro por el reflejo de la ventana de en frente. El negro industrial del túnel hace que se puedan ver hasta los colores. Se acaricia la parte baja de la espalda, a la derecha, con un poco de cara de dolor. Lumbago, reina. ¿Dónde te lo habrás provocado? Me excita pero es lo que es. A las nueve da la mañana, con ropa cutre y vieja de diario, sin peinar, es guapa, aunque no tanto. Me parece sexual pero no es significativo. Todas me parecen sexuales. Intento quedarme con su imagen, para luego. Ella me descubre y rompo el contacto visual. No son horas, ni días, ni lugares, ni momentos. Nunca lo son. No es nada, una tía medianamente buena en el metro, una mujer más que pasa sin saludar y no se queda. El mundo está lleno de ellas y se merecen que alguien, al menos una vez, disfrute de la idea de potencialidad que su imagen transmite. De esta seguro que, en alguna parte, hay alguien que ya no la soporte, que esté harto de ella. Es algo que oí una vez en la televisión, creo, y me consuela. El metro se para dónde le sale al conductor, entre dos estaciones, en medio de nada. Allí se está su buen par de minutos. Cuando arranca lo hace despacio. Se me empieza a echar la hora encima. Todavía estoy a tomar por saco.

         Tres estaciones después se baja. ¡Adiós, tesoro! Tu recuerdo me durará unas horas, espero. Me miro. Los pantalones me quedan mal. Tienen años y el corte pasado se nota. Su azul marino tiene una capa blanquecina de brillo desgastado. Tengo pinta de seminarista con ellos, la camisa negra, el jersey a cuadros, afeitado, con la raya al lado en el pelo, la carpeta y el paraguas plegable en una mano. Soy el hijo mimado perfecto, un maniquí infantiloide, pálido y blandito. No me gusta pero es lo que toca. Intento echar optimismo a los nervios y en el fondo tengo un puntito de fe, de ilusión, porque no tengo otra opción, lo que me queda de dinero no llega a treinta mil de las antiguas y el mundo aprieta. Me sobra la carpeta. Estoy incomodo. Voy disfrazado y sobrio. No tiene gracia. Tampoco tiene porque tenerla. El metro avanza, despacio. Llego a un transbordo. La gente sale y entra invasiva. Me cuesta esquivarlos porque no acabo de decidir que lado coger y solo lanzo finitas de las que tengo que salir precipitado. En la estación dos seguratas se los rascan y un tercero le corta trajes a una taquillera de mediana edad entrada en carnes y con tinte de pelo barato. ¡Hermano, quien pudiera…! Seguro que los desgraciados se quejan de su suerte. Sigo estando lejos. Entro en otro vagón y me apoyo, de pie, contra la puerta opuesta a la que he entrado. Me agarro a la barra lateral, está caliente, alguien la habrá sobado hace nada. Al rico calor humano. No tengo buen equilibrio, necesito, como los monos, ir agarrado.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Ricos en sangre II



  
         La vieja salió de su habitación con una bolsa de plástico naranja de boutique de barrio. En el salón la puso encima de la mesa camilla. La muy puta le daba bombo. Vendía, con mucha pompa y mucho misterio, el regalazo. La verdad es que al par de críos se la dio con dos de pipas. Cuando abrieron la bolsa vieron que dentro había una especie de robot humanoide compuesto a su vez de robots más pequeños encajados macho-hembra (bricolaje, putos marranos) en extremidades, torso, cabeza… todos simulaban gatos y felinos de la tecnología apocalíptica del futuro. Seguro que los frikazos de lo japonés que se andan con la sardinilla viendo dibujos de demonios fálicos, prepúberes tetonas, matojos de colorines a lo lomo de perro y pixechochos saben como se llama esta mierda tipológica de los robots, megarobots y el coño moreno. Yo no.

        En el colmo, los gatos amarillo y verde de las extremidades superiores lanzaban sus cabezas-manos apretándoles un botón. Dentro de la bolsa también venían una espada de plástico plateado, arma del muñeco, y una suerte de nave espacial azul y roja con forma de media luna que allí no pintaba nada. Sería, a su vez, un juguete de los gatos.

         Cierto, a los pobres desgraciados (criaturitas) se la metieron doblada. Todos les bailaban el juguete y, comparsa de buches llenos de la vieja, les deslumbraron. Por eso, y porque los críos son imbéciles, no se dieron cuenta de nada: de que no hubiese caja ni envoltorio, de que el bicho tuviera la espalda llena de pegotes secos de pegamento instantáneo, de la nave misma. Sus padres, muy cuidadosos con las cosas y muy cobardes, les ordenaron llevarlo al coche. No se estropease, más (de lo que ya estaba).

         Con los niños fuera, la abuelita se puso a pegar linternazos con lo que habían dejado los jodidos reyes. La zorra daba entender que se había dejado un huevo en los gatos. El niño pequeño de la familia (ese bastardín gracioso por imposición, coñazo y benjamín de la rehala) pisó la mina. “Lo estuvo arreglando mi papá anoche” la carga subió y reventó en paraguas metrallando para todo el mundo. Los gatos, en su bolsa naranja, se los habían encontrado en un contenedor de basura de la ciudad. Era una penica dejarlos ahí. No pasó nada. Se pusieron a comer restos y apaños de hasta nochevieja y los críos se enteraron al llegar a su casa.

         Desde ese instante, el niño mayor cada vez que escuchaba en boca de su abuela esa penosa coletilla, ese mantra de la manipulación mental que la vieja intentaba colocar a buenas o malas: “Somos ricos en sangre” refiriéndose a la cantidad y calidad de la familia, se acordaba sin fallar una sola vez de los gatos robot en la bolsa de plástico naranja ¡Al rico trauma! Como cuento de navidad mucho mejor que los que acaban bien y protagonizan en la tele animalillos de dibujos animados medio subnormales.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Ricos en sangre I




         La mañana de Reyes la casa siempre amanecía llena de gente, unos treinta o así. El viejo se levantaba una trescientas mil del ala (trampas y pelotazos a la Seguridad Social) cada mes y el seis de Enero, por mucha purga y mucho saco, todavía andaba fresca la herida y seguía sangrando. Era un día en el que los que habitualmente no rascaban nada enganchaban una miseria y los que se lo llevaban todo, con mucha clica, mucha peluca de señorito y mucho no querer dar palo, se quejaban por lo bajo y a puyas de lo que dejaban de ganar. Para mediados de mes otro gallo cantaría y el resto del año la familia, por lo menos la familia de primera división, la importante, solo aparecería el primer fin de semana de cada mes, con la pensión calentita, a pasar la gorra como buenos macacos de organillero. Cría cuervos que te sacaran los ojos. A los putos viejos que nos ocupan les volvían a nacer dentro de las cuencas cada treinta días. El resto de tiempo, ciegos y felices, que por algo Dios (o el Papa, o algún coño así) bendice las ollas grandes. De las pollas no consta si se dijo algo.

         La mañana de Reyes los treinta y tantos de ese artificio social, penitencia y nausea que es la familia, andaban a lo mismo. El edificio, un barracón cuadrado, atestado y sucio, era un albañal donde vertía cada punta y cada puta. Todos daban voces, todos estaban en pijama, todos se desayunaban pantagruélicos a las tantas en rapiña de magdalenas y sobaos, a todos les cantaba el pozo a podrido (por lo menos a los más de ellos) y en medio, ignorada, insultada e ininteligible sin la dentadura postiza, la vieja soñaba ficciones de clan aristocrático en vez de enfrentarse al panorama de campamento de gitanos que su Dios católico le daba cada día. La abuelita era una arpía desgreñada, mal teñida, medio calva, infame en su alma negra de reptil arrastrado. Una caricatura casi que había llenado la fosa aséptica de mierda (Empezando por los hijos e hijas que de su coño vil salieron) y disfrutaba viéndola fermentar maquillando cada zurullo con oropeles de porquera que sacaba de su cabecita pelona. Matriarca, era la culpable de lo que pasaba, de las intrigas de mercadillo, de las peleas, de los odios confesos y convictos. Era “mamá” o “abuela”, según rangos. La mañana de reyes repartía regalos con una justicia que Salomón se hubiese pasado por los cojones una y otra vez, hasta la llaga escrotal.

         Pero la casa estaba llena de paquetes envueltos en colorines, juguetes de todo manto y condición por ahí, espumillón lleno de polvo y todas las gilipolleces estacionales de baja calidad y mala manufactura que cualquier chino puede darte por veinte euros. Bonita, y feliz, estampa navideña que olía a cerrado y a humano que no se lava. Mientras los adultos discutían (ralladura del vinilo) por quién hacía qué y cómo escaquearse en el intento, los niños, pequeña manada de hijos de puta chillones, feos y por asear, abrían juguetes.

         Por la puerta del jardín, barrizal descarnado y tierno con un manzano descomunal y carcomido (viva imagen de la familia), apareció un coche. De la parte trasera de éste se bajaron, los últimos en hacerlo, dos críos con pinta de empollones recién zurrados. Tímidos y con cara de circunstancias, empezaban a intuir el percal que en ese vertedero se acumulaba al sol. Era (repito una vez más y ya que el soniquete me articula el relato) la mañana de Reyes. Teóricamente iban a por regalos, juguetes, etc… pero viéndoles el mirar parecía que los fuesen a degollar. Dentro y por la ventana, todos pusieron mala cara, jeta de gasterópodos con ardor de estómago. Incluso la vieja, la santa y venerable abuela, torció la nariz como el que cata los vapores y emanaciones de unas heces animales recién pisadas. Alguno, el más ruin de ellos, el más vago, el más perro (el niño, o cuñado, mimado de la casa) soltó “¡Ya están aquí esos!”. Mierda rencorosa que todo el mundo pensaba. Mierda rencorosa que todo el mundo, agrupado en torno a un apellido, era.

domingo, 7 de noviembre de 2010

Gomina Killer III




         Ella, a horcajadas, bascula el vientre con golpes pélvicos hacia adelante. La polla se sale. El preservativo, dado de sí, se empieza a desprender pero todavía aguanta. Da tres embestidas al aire que no sirven para nada. A la tercera la polla choca con un tope y se dobla dentro de los límites de la erección y el dolor (par de milímetros). El cabecero deja de percutir la pared y los muelles del somier (¡Increíble que aun sea de muelles!) descansan un momento. Empuña rápido y la apunta contra su vagina. Se la mete dentro despacio aunque entra fácil, por lo menos un poco más que el primer tiro a puerta del partido, cuando el gozne estaba reseco y la puerta solo entreabierta. Coge ritmo progresivamente. Vuelve a sonar esa mezcla de golpe y chapoteo con base rímica “pum- pum- pum- pum- pum- pum- pum” y scratching metálico oxidado. Beat box guarrete.

        Gomina, debajo, tiene las manos detrás de la cabeza. Es el único capricho marrano que se permite ya que por lo demás, procura hacer el mínimo ruido. Le da vergüenza joder en compañía. No es lo más raro que Dios le dio para el cableado. En su cabecita sólida de producto capilar piensa en otras tipas, en porno, en la tele incluso. Es el segundo round y quiere acabar. Ya descargado, y en proceso de vaciar la reserva, todo le parece sobrevalorado y la gustaría estar en su casa. La luz está apagada porque es bastante vergonzante el cuadro y las fotos amarillas de los padres de ella (el padre parece un feriante) los miran, y oyen, desde las mesitas de noche. Y agarra, acaricia, muerde, lo que sea, cada zona mínimamente erótica o erotizada que se le pone a mano. Ella teatrea, la muy frígida. Es de la clase de neuróticas que cuando desayuna piensa en joder y cuando jode piensa en desayunar. A Gomina hace mucho que se le pasó la época de la entrega, el esfuerzo y el “talalaleo”.

         Rato después todo sigue igual. Ella se viene arriba en el papel y empieza a saltar arrítmica sobre sus rodillas. Cabecea el pelo, estoposo y sucio, en un himno del heavy metal que no suena. Gomina se dobla por la cintura porque el polvo se está pareciendo a una arcada a la altura de los huevos. En ese momento le da un cabezazo, seco, duro, con el “paf” de la hostia que llega al cráneo a la altura del frontal, un poco más arriba. La zorra para, se empieza a quejar y se lleva las manos a su puta jeta de muñeca de tómbola suicida. Intenta descabalgar con una patada circular para atrás, a cámara lenta, muy del cine de acción de los últimos ochenta, primeros noventa. Trasrosca el movimiento y se le va el apoyo. Cae despacio, grotesca, blanda y celulítica, frenándose en y con casi todo. Acaba contra la cómoda del lado de la ventana, despatarrada, manoteando el aire. Se ha clavado un par de puntas del flequillo en un ojo. Le llora, y le llena la nariz de mocos. También le escuece. Se lo frota con las manos. El otro ojo, por simpatía, hace lo mismo pero en menor intensidad.

         Él pasa. Tampoco tiene mucho que decir en medio del puto surrealismo kitch de la noche toledana. El pedo que dejara en el ascensor caería ahora oportunísimo, una apestosa sorpresa ninja de postre. Le pasa por no ahorrar. Al final, las aguas se calman, los dolores se pasan y a Gomina le dura el empalme. Por durarle, le dura hasta el condón puesto, por planchar y oliendo como todos los demonios del infierno, pero puesto. La otra, que es muy apañada, accede y se sube al autobús otra vez sin hacer ascos al gabán. Todo acaba con un chorrillo miserable, rastrero, escaso, diluido. Ella, eficiente criminalista, se deshace de todo y le da un trapo húmedo e inmundo para abluciones (¡Que rico!). Y fueron felices y comieron perdices. ¡Una mierda! Solo se duermen.

         Por la mañana tempranito le acompaña toda una línea de metro vacía, deshumanizada, preciosa. Hacen manitas, se besan, toda la basura. Ella se queja todo el camino del ojo. Y la verdad es que lo tiene conjuntivítico y legañoso, con la ternura húmeda y viscosa de una pústula purulenta (¡Tan bíblico!). Le pide que el accidente no transcienda. Gomina le dice que sí por decir, en plan última gracia, pitillo y putilla, del condenado, por darla la razón y que se quede contenta. Al llegar a su casa le vuelven las ganas de cagar revigorizadas por la represión, como las pajas de un beato. Se explaya.