domingo, 21 de noviembre de 2010

Ricos en sangre II



  
         La vieja salió de su habitación con una bolsa de plástico naranja de boutique de barrio. En el salón la puso encima de la mesa camilla. La muy puta le daba bombo. Vendía, con mucha pompa y mucho misterio, el regalazo. La verdad es que al par de críos se la dio con dos de pipas. Cuando abrieron la bolsa vieron que dentro había una especie de robot humanoide compuesto a su vez de robots más pequeños encajados macho-hembra (bricolaje, putos marranos) en extremidades, torso, cabeza… todos simulaban gatos y felinos de la tecnología apocalíptica del futuro. Seguro que los frikazos de lo japonés que se andan con la sardinilla viendo dibujos de demonios fálicos, prepúberes tetonas, matojos de colorines a lo lomo de perro y pixechochos saben como se llama esta mierda tipológica de los robots, megarobots y el coño moreno. Yo no.

        En el colmo, los gatos amarillo y verde de las extremidades superiores lanzaban sus cabezas-manos apretándoles un botón. Dentro de la bolsa también venían una espada de plástico plateado, arma del muñeco, y una suerte de nave espacial azul y roja con forma de media luna que allí no pintaba nada. Sería, a su vez, un juguete de los gatos.

         Cierto, a los pobres desgraciados (criaturitas) se la metieron doblada. Todos les bailaban el juguete y, comparsa de buches llenos de la vieja, les deslumbraron. Por eso, y porque los críos son imbéciles, no se dieron cuenta de nada: de que no hubiese caja ni envoltorio, de que el bicho tuviera la espalda llena de pegotes secos de pegamento instantáneo, de la nave misma. Sus padres, muy cuidadosos con las cosas y muy cobardes, les ordenaron llevarlo al coche. No se estropease, más (de lo que ya estaba).

         Con los niños fuera, la abuelita se puso a pegar linternazos con lo que habían dejado los jodidos reyes. La zorra daba entender que se había dejado un huevo en los gatos. El niño pequeño de la familia (ese bastardín gracioso por imposición, coñazo y benjamín de la rehala) pisó la mina. “Lo estuvo arreglando mi papá anoche” la carga subió y reventó en paraguas metrallando para todo el mundo. Los gatos, en su bolsa naranja, se los habían encontrado en un contenedor de basura de la ciudad. Era una penica dejarlos ahí. No pasó nada. Se pusieron a comer restos y apaños de hasta nochevieja y los críos se enteraron al llegar a su casa.

         Desde ese instante, el niño mayor cada vez que escuchaba en boca de su abuela esa penosa coletilla, ese mantra de la manipulación mental que la vieja intentaba colocar a buenas o malas: “Somos ricos en sangre” refiriéndose a la cantidad y calidad de la familia, se acordaba sin fallar una sola vez de los gatos robot en la bolsa de plástico naranja ¡Al rico trauma! Como cuento de navidad mucho mejor que los que acaban bien y protagonizan en la tele animalillos de dibujos animados medio subnormales.

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