domingo, 25 de diciembre de 2011

Las llagas XX

 
        A las siete o así me levanta el carrusel que comienza, tal y como me lo esperaba. El móvil sobre la mesa de estudio de la habitación empieza a zumbar guasón, rítmico. Ella llama, que suene. Cuatro veces después la cosa deja de tener puta gracia pero sigue con el soniquete, con la carraca. Cuando se cansa me llega un mensaje vía red social pidiéndome que responda, que tenemos que hablar. Hablar de pollas. Ni que uno fuese el jodido consultorio sentimental de la Señorita Pepis. No hay que ser uno de los Profetas para deducir el cuento que intenta traer con tanta pamplina. Habrá analizado la plantilla, se ha visto en cuadro e intenta recuperar a los cedidos, incluso a los vendidos y los echados. Que la den. Ahora aspiro a Premier, ¡Qué coño! Que yo lo valgo. Mi representante la manda a tomar por el culo con el argumento de que pague la cláusula o, lo que es lo mismo, que no me apetece y que ya hablaremos mañana o en cualquier otro tiempo futuro en el que se incluya también el término nunca (es un término futuro). Ella, obstinada, me contesta un pepe llorón que podría transcribir pero acabaría de joder la poca fluidez narrativa que le queda a esto. Por otro lado, ya he hecho el resumen antes. Siguiendo con lo establecido la emplazo para unos días más adelante. Ya prepararé el finiquito. Ahora mismo no tengo cabeza. Ella se pone en el estado algo de “esperando no haberlo estropeado todo”. No son sus palabras exactas. Ella le mete más prosopopeya, aunque en la puta vida llegue a saber lo que significa eso.

        En esto me llama mi primo, el del pueblo de al lado. Parece que no viene a cuento y que no añada nada nuevo a la historia, pero es lo que pasa y por eso entra. Del fin de semana me queda medio domingo. En él tendrá que haber un cierre, digo yo. Primos van y primos vienen, monocontextual. Su llamada me escama porque es un pequeño hijoputa que no da puntada sin hilo. Si esta vez no me pide nada, o me tanga en algo, me inmolo un testículo pegándole un petardo de feria con esparadrapo médico. De todas maneras son las fiestas de su pueblo y todo lo que llevo encima me tiene revoltoso como para invadir Polonia. El pájaro me invita, muy zalamero, a que lo acompañe esta noche a botellón y jarana, bueno, a botellón ya no, que es un tío muy maduro, con parienta y todo, y ya no bebe a la descubierta del parque buscando hielo para el chisme entre un montón de basura de contenedor amarillo y barro. Hoy iremos a un bar, como los niños grandes, dónde el jeta dice que tiene mano y cuyo ron, a las seis de la mañana cuando sale vomitado, parece fuego. El especial de la casa, peritonitis. La mía poco hecha, camarero, por favor. De la jarana también dudo porque está su novia y ejercen de casados. Se marcharán pronto a casa. La consorte para mí, desde que la conozco, es un drama. La jodida se me parece toda a una actriz porno tracia especialista en hardcore. Por eso me pone nervioso cruzarme con ella (con mi prima, no con la actriz porno, con la que todavía no he tenido el gusto de coincidir), porque la veo colgando boca debajo de un gancho del techo en un recinto industrial, con al menos treinta metros de cuerda de nylon y una hora de buen bondaje encima, chupándosela invertida a un monstruo con un lomo embuchado colgante. Con todo, siempre le doy dos besos y me comporto con ella civilizadamente, que hay que cuidar de las formas con la familia, no sea que alguien se moleste, se enfade conmigo y me libre de una puta vez de ellos. Aunque esos son otros cantares de lo consanguíneo.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Las llagas XIX

 
        Elipsis. Llego al pueblo. En el viaje no pasa nada. Voy dormido medio camino, alucinando entre sueños y pensamientos varios. Me inclino sobre el progre, porque apariencia de progre tiene ¿Quién sabe debajo de qué se esconde un nazi, o un enfermo mental? Cuando voy despierto miro pasillo adelante a la carretera, que avanza según y cómo. El puto Vinnie Jones le da gas a la caja de zapatos morada. Me cae bien este tío. Le sobran huevos para funcionar en hora y bufar por el micro del autobús que no se come. Le falta un “¡Hostias!” al final pero pase. El Menorca’s look se baja en un pueblucho a una hora más o me nos de la última parada, que es la mía. ¡Puta madre! Me suelto ese rato, aunque todo el trajín me tenga la espalda como si me hubiesen dado por el culo hasta el mango con la barra de un futbolín y me la hubiesen dejado dentro, muñequitos (de los de dos patitas, no de los otros) incluidos. Ya llegando le mando el sms a ésta, que soy un tío considerado y cumplido. En él la vuelvo a dar las gracias por todo siguiendo los mismos motivos de antes.

         Repito elipsis. Llego al pueblo. Es la hora del vermut y en la mesa camilla, o encima de su cristal, hay un plato con el contenido de una bolsa de cortezas de trigo, otro con una lata de mejillones escabeche, dos pelotazos de vermut rojo con cola y para mí una lata entera de. Mi señora madre pasa de más el sofrito de la paella, la cebolla está cantando, todos le pegan, pegamos, a las cortezas en pesebre. Para adentro pues. “¡Vienes muy flaco!”. Cosas que pasan. Todos vivimos más felices con tu ignorancia de los hechos. La caspa parece que nieva (metáfora). Sí, somos así. Paella los domingos, y filete empanado después, hasta tenemos mueble bar con diccionario enciclopédico en el salón-comedor que solo se usa en días señalados, días en que también hay vermut antes. Todo esto lleno de ganchillo. España cañí y olé. Luego tengo los santos cojones de criticar a los demás. ¡Rock & Roll!

        Me subo a echar la siesta ahíto de comida, y de pan, mucho pan, como una animal, como una mala bestia, al borde del vómito, con el abdomen dolorido. Remarco lo del pan. Es la adicción rural que se mantiene en casa, y en el pueblo entero, de cuando el hambre. De hecho, los camellos de la panadería sablean amparándose en el vicio/necesidad de la población. Por lo menos nosotros hemos llegado a superar lo del pote cocido con legumbres, desperdicios cárnicos y grasa para el día sí, día también. Un consuelo dietético, nutricional.

        Soy un tío feliz en la digestión, aunque los primeros estadios de ésta, encauzar todo el masón que me he embutido esófago adentro, me molesten y me hagan verme como una tortuga muriéndose panza arriba sobre el colchón. La cama está mal hecha. Mi madre se ha metido en mi pequeño espacio, alquilado emocionalmente, como una bofetada. Con la excusa de quitar el polvo ha tocado todo y ha movido todo. Es algo que me desquicia, supongo (que de momento no he pasado por ningún proceso penitenciario), tanto como a un preso un día de registro. La cama está mal hecha porque las sábanas no están tensas y van mal metidas a los pies. Se deshacen a la primera vuelta. Ya se discutirá luego, que de momento lo único que cuenta es que estoy solo, y libre, aunque la libertad, mi libertad, no funcione por los parámetros del haberme escapado de esa lagarta o viceversa (ella de mí). Bajo la persiana, me desnudo y dentro de la cama adopto posición de crucificado comodón al no tocar nada en los extremos, con los dedos. No tardo en clavar el coche y apagar. Mi vida se vuelve a poner occidental con las necesidades básicas satisfechas. Me pregunto como puede haber tanta pedrada mental en el estado de bienestar si a mi las neuras, todas mis mierdas del cable, se me agudizan con la miseria de la panza vacía y el desfase cognitivo de la vigilia prolongada. No sé que sería de mí como africano (machete).

domingo, 11 de diciembre de 2011

Las llagas XVIII

         Bajamos a las dársenas, que el puto panel mentiroso y electrónico de la sala de espera dice que mi calabaza encantada ya está situada. ¡Mejor! Así no me tengo que sentar en los bancos metálicos azules, llenos con lo mejor de cada casa y país dormitando la derrota. Abajo las viejas ya se han matado por entrar y el conductor está sentado frente al volante. Queda un cuarto de hora para lo programado y contratado. Siempre se me hace gracioso que el papel de mierda del billete, que probablemente acabé en la lavadora dentro de un bolsillo del pantalón, constituya un contrato vinculante. En las empresas de autobuses de postín incluso desglosan derechos y obligaciones en la parte trasera del mismo. La mía no. Con tener un tío igualito que Vinnie Jones que me lleve a casa, por lo menos a mi provincia, por quince euros me tengo que dar con un canto en los dientes. Hoy me extraña la puntualidad, incluso la anticipación. La profesionalidad no es característica en el solar panderetero que nos tocó al nacer. Además no me tengo que pelear con las viejas que se zurran por entrar las primeras, coger su sitio, o el que les salga de sus ovarios secos, y ponerse a cacarear jugando con las salidas del aire acondicionado. Algo es algo. Tiro la mochila encima de todas las maletas sabiendo que llegará dónde cuadre. Nos besamos por última vez conmigo en la escalerilla del bus. Y en el fondo parece que no pasa nada, que con todo lo que nos queremos no es una despedida. Fijo que la anciana sentada al lado del conductor, algo como un copiloto senil, piensa “¡Qué bonito!”. ¡Abuela! Le de por el culo al tío con pinta de defensa inglés (galés) asesino. Ya veremos lo que rasca de ahí.

         Mi puta subnormal me dice entonces que cuando llegue a casa le dé un toque. ¡Ole! ¡Me acaba de salir una madre! Le respondo que sí como le hubiese respondido afirmativamente a cualquier cosa. Y también le doy las gracias para que el “muchas gracias por todo” sea la última palabra. Es lamentable de cojones que alguien al que has despachado en mostrador se despida dándote las gracias como una puta señorita ñoña de colegio de monjas. Con total seguridad ella no capta nada de esto, de las sutilezas y esas mierdas, ni de lo penosa que es la desgraciada. Me da bastante igual. Lo he dicho en descarga de mi conciencia, para aplacar las neuras del fin de semana, que se están empezando a poner revoltosas. No lo he soltado por ella, o sí, pero no mucho.

        Mi número es pasillo. En la ventana se sienta un tío Peter Pan con aspecto de profesor de instituto coleguita, comprometido social, etc, con su camisa blanca mediterránea, sus chanclas de cuero, su bolso artesano de mercadillo, su melena rala insuficiente, sus gafas, sus pulseras de cuentas y todos los complementos. El terror de las nenas, la gran moto, Barbie poeta muerta. Nunca me cae nadie interesante desde un punto de vista sexual para ir todo el viaje fantaseando sucio. ¡Karma cabrón! Miro fuera y ésta está ahí, buscándome en las hileras tapizadas de moqueta gris. Vuelvo a mirar y ya no está ¿Acaso ha estado alguna vez? ¡Coño! Claro que si. Mi pinta de roquerillo en las últimas o excombatiente de merienda de chinos dan fe de ello. Que uno no lleva pintas de poliadicto demacré de la nada, ni se ha pasado las últimas horas en un spa con una báltica frotándole la espalda. Vinnie arranca a en punto. ¡Qué tío más eficiente! Puto “Hacha” "Me llamo Vinnie Jones, soy gitano, gano mucho dinero. Te voy a arrancar la oreja con los dientes y luego la voy a escupir en la hierba. ¡Estás solo, gordo, sólo conmigo!". De mayor quiero ser un centrocampista defensivo psicópata. Por lo menos lo de psicópata ya lo llevo de casa. No hemos salido de la ciudad y ya duermo como un bendito hasta que se me ablande el cuello y me despierte el miedo a dar un cabezazo al de filosofía. De momento, lo oscuro de los túneles y el vibrar de la tartana son gloria bendita que me sube cojones arriba. Y no hay nada más.

domingo, 4 de diciembre de 2011

Las llagas XVII

 
        Me pongo las gafas y la pantalla del despertador electrónico de mi lado de la cama marca las siete cero dos en números rojos, brillantes, luminosos. La doy en el hombro “son las siete”. Me visto y recojo, cojo mi toalla, el neceser y me voy al váter inmundo como si estuviese en un cuartel o un camping. Mi toalla está húmeda y no me gusta secarme con ella. Quizá proyecto la mierda del entorno sobre el rizo del trapo azul claro. Hago lo que los cerdos disimulados consideran higiene. Cara, manos, agua en el pelo, enjuague y gárgara, escupitajos (alguno denso y cromático), toalla a los sobacos, desodorante (por supuesto de roll-on, para que todo sea más mucoso) y dos golpes de colonia, uno en el pecho más o menos y otro por bajo del ombligo. Levantando un poco el calzoncillo. Manías. En el espejo parezco un yonki de heroína en día de redada. Echo una meada, amarilla y concentrada, y salgo listo para marcharme de una puta vez. Ella se ha vestido: camisola, vaqueros negros y cinto ancho al talle. Da el pego, aunque quizá de lejos. De cerca se le nota el madrugar en las ojeras y en su boca podrida. Me besa un trasvase mutuo de mierdas orales, sarro, placa y necrobacterias. Me vuelve a decir que coma algo. Prefiero despedirme en ayunas y así no hacer gasto (palabra que rima en asonante con asco). Salimos y me lleva a la estación en su coche blanco camino de la categoría siniestro total. Se lo ha dejado a alguna tarada de su familia (parecidos razonables), recién parida creo, y se lo han devuelto con el depósito KO. En la puerta de la estación de autobuses, que es la primera vez que cruzo por ese lado y, sin saber muy bien porqué y cómo, me la imaginaba de otra manera, una rumana vieja mendiga sin profesionalidad ni motivación. Me sorprende por la hora. Hasta para esto hay horarios y turnos. Por otro lado no creo que saque mucho. Poco podemos dar los putos tirados que viajamos en mierdas de autobuses. Compro el billete sin hacer cola, dos mil quinientas al ojo. Es un papel de fumar impreso, frágil como una servilleta de bar de las de “Gracias por su visita”. Tengo que tener cuidado con él. Se me destroza en las manos con el simple sudor de éstas. Ella me sigue como una mascota miedosa y fiel. Resulta hasta tierno (¡Mis cojones!). No dice ni pío. No tendrá nada que soltar. No le da. Tampoco lo espero. Solo quiero montar de una vez en el coche y dormir.