domingo, 29 de julio de 2012

El perrito




         Yo que hostias sé lo que en el puto país tenían en la cabeza. Por un lado iban de hippies, y de muy alternativos y por el otro, yo creo que por eso de llevar la contraria en al régimen anterior, eran más beatos y más papistas que su puta madre.. Yo había nacido en el imperio, el romano, me refiero. Ellos en el mismo periodo se vestían con pieles y creo que lo de la escritura mejor lo pasamos por alto. Ahora, y tras haberse comido su tajada de comusocialismo versión satélite, eran neocapitalistas. En casa pasa lo mismo, muerto el perro, amén de se acabó la rabia, se pega el chaquetazo. Por eso nosotros ahora, para ser un humano de bien, rojeamos y ellos, para lo mismo, se comen a dios por una pata. El problema, como todo, estaba en que los pobrecitos se creían la leche en bote. Un súper país de la hostia en verso. Tenían menos extensión que Extremadura, menos gente que la comunidad de Madrid y un idioma menos hablado que el catalán, pero se creían la leche, y por eso no veían todo lo malo que dios les había dado, que era bastante. Se pensaban inteligentes, y civilizados, y modernos y chic. Pero ni el tato hablaba inglés y todos se sentían de puta madre con unas cuantas palabras de alemán (si no pillaban el inglés, que como idioma no es jodido, mucho menos lo que parió Goethe). Pero bueno, yo tengo suficiente con lo mío, y eso incluye país. Ellos seguirán igual: con su equitación deportiva “estoy yendo al Himalaya”, su cámara de fotos de trescientos napos o más y por dentro nada de nada.

         La cosa es que en la iglesia, o por lo menos iglesia en ruinas, pasaba de todo. Yo me pegaba jornales allí vendiendo cosicas, postales y esas mierdas. Por eso lo veía. La verdad es que no decía nada, que el chiringuito no era mío y tampoco sacaba nada de partirme la cara por el amor al arte siendo, como eran, unos botarates susceptibles que se ponían por allí arriba cuando les significabas su porquería. Por eso me pasaba de todo. Desde la vieja de rodillas escaleras arriba y super beata, al grupo de criajos que solo entraban a hacerse fotos con cervezas en la mano. Todo un clásico, ir sin camiseta, luciendo buche bien sudado, rico rico. Yo hubiese respetado un poquito más el lugar y eso que no soy muy creyente. Solo que se me educó en el respeto y el pasar desapercibido. Por eso en una misa puedo estar con la cabeza en una orgía de Calígula, pero me levanto y me siento con un recogimiento que para qué. Me centro, que me estoy alargando.

        Ellos dos eran sub-urban. En casa hubiesen tenido un utilitario tuning. Allí puede que también. Ella era una fashion star a la que se le iba la mano con el mercadillo, las D&G descomunales y los rayos uva. A él se le notaba la obra a kilómetros, se estaba quedando calvo y la cadena al cuello debía pesar un kilo aunque era más falsa que una tía llorando. Llevaban, como no, perrito. Por sorpresa no era una bestia asesina con una boca como un cocodrilo y el pecho como un marine del tipo pit bull, que hubiese sido lo suyo. Era un labrador, grande como un caballo pero labrador al cabo. El labrador andaba nervioso, y atado con una de esas correas extensibles. Puede que sintiese tiempo de tormenta. Yo que sé, no soy psicólogo de perros, lo que me hacía falta…

        El par de cretinos se paró a hacer fotos, unas mil. Ella posaba mucho, escorzo y morderse los carrillos por dentro. El chucho, que andaba a su bola, acabó por marcar territorio. En medio de la puta capilla se acuclillo y, poniendo esa estúpida cara que ponen los perros en esas, plantó un pino soberbio. No lo describiré porque todos hemos pisado alguno alguna vez en la puta vida. El par de dos ni se dieron cuenta, o no quisieron, yo tampoco le hice mucho caso. El sitio estaba muy ventilado y el olor no me llegaba. Alguien se daría un festín con el (todas las moscas del mundo no pueden estar equivocadas).

        Al día siguiente al que le tocaba en el puesto lo comentó mucho. Yo me hice el sueco. Pero es que en mi país no metemos perros en las iglesias, con los curas tenemos bastante.

domingo, 22 de julio de 2012

Voluntario II



        Vuelvo y entreno a lo trena, para que un chiquillo no me hostie en mi nueva descubierta pasión, el muai thay. Flexiones, abdominales, sentadillas. Necesito una virgen de Guadalupe por toda mi espalda y algún trece para dar ambientillo, pero por lo demás lo mismo. Y el invento va furrulanto, la segunda abdominal ya está aquí y tengo el pecho como un choto. De la tercera no me pronuncio, que sigue missing in action. Me ducho con agua fría, por relajar. A continuación me bebo un té negro que probablemente sea negro por el montón de mierda que tiene dentro, mierda como los cojones negros de mi alma negra. Es el de oferta y no descartaría que le hubiesen añadido de aderezo sustancia de cenicero. Pero me estoy convirtiendo en un moderno aloe vera y a lo mejor, si es verdad lo que rezan las leyendas urbanas del te, me ayude a hacer pipí y no retener líquidos en mi buche. Que de cosas…

        Me cocino la cena y la comida de mañana, que casualmente se parecen mucho: espaguetis con tomate y bacon para uno y espaguetis con aceite, vinagre y huevo cocido para el todo. ¡Viva Esparta! Después me tumbo en la cama y enciendo el ordenador. Suelo estar ahí, cada noche, como un paralítico. Haciendo nada. Cargando videos pornos que se ven mal. Viendo tonterías. Culturizándome con las extravagancias de la Wikipedia. Y por supuesto en todo ese tiempo mantengo las redes sociales abiertas. Por si alguien me dice algo, por si puedo tener un ratito de intersección humana.

        Y ahí estoy cuando me llega el mail. Me esperanzaba porque era solicitar información para una plaza como voluntario en Dinamarca. Algo que pintaba muy bien en un sitio civilizado haciendo algo de puta madre. Ser profesor auxiliar de español en el país de las vikingas, enseñando a adolescentes. ¡El puto rocknroll!

        En el mail me felicitan por mi decisión y por se una buena persona que pretende arreglar el mundo y trabajar desinteresadamente. No hace referencia a mis verdaderos motivos: sobrevivir, no volver, huir, estar en un sitio que no me atará… no sé, el romanticismo nómada del gitano, la desesperanza por la patria, el pasar sin que nadie te vea dejando cosas atrás con las que no tendrás que volver a relacionarte. Viene con unos cuantos adjuntos donde hablan de todo. Me pongo con ellos.

        El primero me arrea en toda la jeta, me estampa una mano que es un martillo sobre la sien y destroza la ilusión gilipollas de una semana y la esperanza. Resulta que el precio de irme a trabajar por la jeta a cambio de cama, comida y quince mil de las antiguas en un lugar dónde con eso no tienes ni para pipas es de cinco mil doscientos napos. Se supone que para gastos de gestión etc… (caros papeles, los harán con ribete de oro o la misma tinta con la que el puto San Juan escribió el Apocalipsis). Por lo que estoy haciendo en el momento me dan dos treinta al mes. Ni siquiera trabajando todo el año, ahorrándolo todo, sin comer (porque la mayoría de eso se va en mi manduca) podría permitírmelo. Una vez más no tengo ni dónde caerme muerto. Pero soy tan subnormal que en un momento determinado me planteo como conseguirlo. Como poder hacer que se cumpla eso. Me agarro al sueño en el último instante de entereza, mientras el dolor estalla por mis vísceras y me voy de rodillas al suelo boqueando como un pez. La parte racional, que también tengo que tener algo de eso, me dice que es un puto cuento chino, que por ese precio ni estudiar fuera y que pagar ese dinero (aun viéndolo como una inversión) para no sacar nada en claro es lo que es. Apago el ordenador y me intento dormir. Mientras me ablando entrando en las fases y esas cosas me rindo. Duermo mal, agitado. Por la mañana me toca recomponer, apretar los dientes y, un poquito más asqueado, ponerme a buscar otra vez (otra vez para nada).

domingo, 15 de julio de 2012

Voluntario I



         El día había sido normal y corriente, nada del otro jueves. Me había pegado mis siete horitas como un pasmarote en lo que el proyecto decía que era trabajar por la cultura del lugar. La realidad, siempre más puta, decía que era estar puesto de espetera en una mesa, viendo películas del oeste, series y demás descargas… para de vez en cuanto, soltar una sonrisilla de perro cobarde y decir que no hablas el idioma “sorry, but i don’t speak…” (casi nunca hacía falta terminar la frase, la gente se tomaba esto como una maldición gitana o hechizo vudú que los echaba para atrás. Yo me tomaba con más serenidad lo que no entendía, todo, de lo que ellos me soltaban) ante preguntas gilipollas sobre la reconstrucción del chiringuito, que iba para largo y a mi me importaba un carajo como un piano. También vendía souvenirs escandalosamente caros: libros pomposos e hinchados de las virtudes locales con mucha paja y mucho oropel que luego se quedaba en nada (de diez a doce euros); camisetas simples de algodón de las que había muchas de talla descomunal para que el jefe, que era un animal gordo grande y sudoroso, se las ramblase para casa (diez); postales de tres tipos que la intemperie combaba y amarilleaba a los pocos días (un euro); diferentes panfletos turísticos, libretillas, planos con rutas senderistas, guías de negocios locales (hostales, restaurantes y esas cosas) que iban del euro y medio (de nada servía decirle al jefe que los números redondos son mejores para vender) a los tres. Eso era ser voluntario y arreglar el mundo. Para los días normales hacía un poco de todo, un mucho de nada y apenas algo que pudiese ser más o menos útil. Pero esa es otra historia, o no, de días de mierda aburrido esperando a que me mandasen algo; días de mierda en que me mandaban algo, completamente estúpido, para matar el tiempo; descontrol, chapuza y ver como la documentación de una actividad era más importante que el resultado mismo de la actividad. Por mi se pagaba un pastizal que se repartían como bellacos una cadena de hijoputas, ratas, chupatintas, jetas y sinvergüenzas mientras yo cataba un mal techo y dinerín escaso para comida y pequeños gastos. ¡Pobre y puta Europa! Yo te vi morir y fue principalmente de gilipollez. Pero todo eso me la traía al pairo cuando, más feliz que una perdiz, recogí los bártulos (el Tupper chorreaba grasa de los espaguetis que habían sido mi comida), cerré el chiringuito y me baje para casa. Tenía mis cosillas que hacer. Y esa semana, por esas pavadas que a veces le dan a la vida y a uno mismo, andaba con esperanza, optimismo y un punto de alegría. Esperaba un mail que podía sacarme la papeleta para otro año. A estas alturas ya soy tan desgraciado que sé que las cosas a largo plazo se acaban yendo váter abajo y que el éxito y la estrella es para niños con sonrisa profidén y para princesas disney con un buen papá detrás y unas buenas peras operadas delante. Por eso me hago los planes de año en año, procurando ir tirando, siempre pelado de pasta y siempre (por eso de la falta de financiación) con menos opciones que nunca. La vida, ese regalo maravilloso de dios. Todo para acabar muerto en más o menos tiempo y de mejor o peor manera.

domingo, 8 de julio de 2012

Perdona a tu pueblo señor V



         Volviendo al momento que nos ocupa, si se analiza el causa-efecto de lo que sucedió en la procesión, la culpa de todo la tuvo el cura, que era un irresponsable y un pesetero. Restaurar la imagen había salido por un pico, cierto. Un pico que le sangró al pueblo y del que no pudo dedicar un pequeño porcentaje a comprar unas andas a la medida. Aquellas sobre las que se solía transportar tan pronto servían para un roto como para un descosido: paseaban vírgenes, santos, beatos... ¡tanto daba! En las figuras con peana era más sencillo, bastaba atravesar el tornillo, o mecanismo similar, y ya estaba sujeta. Con el cristo resultaba más complicado. Cada vez que se encajaba había que realizar un nuevo movimiento de alzamiento de la cruz, o lo que es lo mismo, cambiar ésta del plano horizontal a la que la gravedad tendía a someterla, al vertical, a su postura propia de ajusticiado expuesto. Los verdugos romanos seguro que se daban más mano que los patanes del pueblo, además a ellos creo que les importaba más bien poco que el reo cayese. En el pueblo imperaba la chapuza. De hecho, y para evitar que el crucificado se fuese de bruces, la solución de ingeniería rural para fijar el asta inferior al orificio del anda era una cuña y presión a golpes en el agujero (último grito en mecánica). Por eso no es de extrañar que pasara lo que ya otras veces había amenazado.

         El cambio de costaleros, al no estar fijado salvo en la salida y entrada de la iglesia, era un proceso un tanto anárquico. Si alguien quería echarse al hombro el icono debía situarse bajo un brazo del “palanquín” y darle un toquecito en la espalda al porteador precedente para que saliese y continuar adelante hasta notar su correspondiente toque en la espalda. De este modo no importaban alturas de los costaleros, bamboleos, sacudidas, reparto desigual de peso. Eran tan parte de la procesión como el propio cura.

         Así, en el momento en el que Inmaculada seguía la marea católica del pueblo pensando en lubricidades iberoamericanas de sobremesa, uno de los hombres más bajos del pueblo cargó el brazo izquierdo delantero de la imagen. El par de cientos de kilos del conjunto sacro-floral (las andas estaban llenas de centros de plástico) se inclinaron hacia ese lado en una especie de reverencia cortés y japonesa de la representación. El costalero del lado derecho delantero, ante el cambio de proporción de pesos, se recolocó la carga sobre el hombro con una pequeña sacudida. Suficiente para que la cuña se saliese. El Santísimo Cristo del Socorro, por esta ley física que determina que cuando el centro de gravedad de una cosa sobrepasa el perímetro de su superficie de apoyo dicha cosa caerá, comenzó a inclinarse, al principio despacio, cogiendo fuerza en la caída. Algunas mujeres gritaron. En cuestión de segundos los circundantes empezaron a empujar a todos los lados intentando cualquier tipo de huida. Los costaleros soltaron los brazos. Las andas se fueron al suelo con un golpe increíble, seco, violento. Reventando la madera, astillándola, escupiendo fragmentos alrededor. La cruz describió un medio tirabuzón y se precipitó.

         Inmaculada recibió el golpe con sorpresa. Apenas se daba cuenta del revuelo pensando, como iba, en sus cosas. El monaguillo de la cruz metálica, continuó su marcha concentrado, profesional, sin darse la vuelta ni plantearse nada fuera de su cometido. El fondo de la procesión, en la otra punta del pueblo, seguían cantando. El caos, aunque se extendía, todavía no había llegado a ellos.

         A Inmaculada, tendida en el suelo, sangrando, aplastada, con el peso aun encima, se le fue apagando paulatinamente el entorno sin entender en absoluto que sucedía. Mientras, escuchaba de fondo, cada vez más débil:



“Perdona a tu pueblo, señor,

perdona a tu pueblo,

Perdónale señor.”

 

domingo, 1 de julio de 2012

Perdona a tu pueblo señor IV



         Al llegar a la post adolescencia, Bienvenida, nombre paradójico en un ser tan mezquino, empezó con el tema de los pretendientes. Tener tierra y gente que se la trabajase era un incentivo para decirle algo. Por eso fueron algunos los que tentaron. Entre ellos, un guardia civil del que la memoria colectiva del pueblo había olvidado el nombre y del que apenas se supo nada nunca. Lo único que llegó a trascender es que le escribió un par de cartas, que a ella le gustaron mucho, quizá demasiado. Siempre le encandiló todo aquello que tuviese que ver con la autoridad. Un civil en un pueblo y en aquella época era el no va más. Pero su madre, velando por el bien del patrimonio, decidió que se dejara de cartear con él, cortando así todo intento tanto de un lado como del otro (aborto prematuro podríamos decir). Bienvenida, en el momento que nos ocupa de la procesión y a sus noventa años, todavía lamentaba que aquello se hubiese frustrado.

         Al final la familia fue la que lo decidió todo. En una casa en la que las ideas de propiedad y mayorazgo eran dogma de fe, hicieron todo lo posible para casarla con el candidato que habían elegido. Este no resulto otro que, gracias a las intricadas marañas de las genealogías del pueblo, un primo hermano por parte de madre y segundo por parte de padre. Bienvenida, que en el fondo quería jugar a las mujeres casadas y resignada tras su affair con el tricornio, aceptó y se dejó hacer sin poner reparo alguno. Pidieron los permisos eclesiásticos oportunos y se casaron. El trato no podía ser más redondo, los padres de Bienvenida ganaron, amén de un yerno, un jornalero y más bienes inmuebles para el clan.

         Años más tarde, tampoco muchos, las leyes genéticas impusieron su autoridad con el nacimiento de Inmaculada. Subnormal de nacimiento (entonces todavía se podía decir así y lo políticamente correcto no prostituía el idioma), toda la familia lo achacó a una desgracia que Dios le mandaba, sin ningún motivo, y del que la víctima inocente era “la niña”, nombre que se le quedó para los restos. En el pueblo, el estoicismo estaba mal visto, y el entrometerse y la compasión lacerante y malsana eran ley de vida. Por eso gustó mucho la autoflagelación pública de la familia ante la desgracia. Por otro lado, Bienvenida descubrió que la miseria humana es una forma como otra cualquiera de llamar la atención y estar presente. Lo explotó exhibiendo su infortunio en forma de criatura por todos los escaparates del pueblo: iglesia, plazas de tertulia...

         Bastante tiempo después, el marido de Bienvenida se encontró, o le encontraron, un cáncer de estomago que le llevó a la tumba en una agonía de perro y morfina. Bienvenida se enlutó, enlutó a Inmaculada y se dedicó para los restos a: vender al populacho el cuadro de “viuda con tarada”, seguir rezando y consumirse en su miseria de campesina encadenada a la tierra mientras añora los primeros años de su vida (“O tempora, o mores” que dijeran los latinos). Por eso la educación de inmaculada fue así. En lugar de todo aquello que la hubiese convertido en un ser puro recibió, durante los sesenta y tantos años que tenía la criatura, reproches subconscientes, disciplina teológica y represión férrea por de una madre que la deformó el alma hasta el cuadro esperpéntico que hoy seguían exhibiendo madre e hija por el mundo.