domingo, 15 de julio de 2012

Voluntario I



         El día había sido normal y corriente, nada del otro jueves. Me había pegado mis siete horitas como un pasmarote en lo que el proyecto decía que era trabajar por la cultura del lugar. La realidad, siempre más puta, decía que era estar puesto de espetera en una mesa, viendo películas del oeste, series y demás descargas… para de vez en cuanto, soltar una sonrisilla de perro cobarde y decir que no hablas el idioma “sorry, but i don’t speak…” (casi nunca hacía falta terminar la frase, la gente se tomaba esto como una maldición gitana o hechizo vudú que los echaba para atrás. Yo me tomaba con más serenidad lo que no entendía, todo, de lo que ellos me soltaban) ante preguntas gilipollas sobre la reconstrucción del chiringuito, que iba para largo y a mi me importaba un carajo como un piano. También vendía souvenirs escandalosamente caros: libros pomposos e hinchados de las virtudes locales con mucha paja y mucho oropel que luego se quedaba en nada (de diez a doce euros); camisetas simples de algodón de las que había muchas de talla descomunal para que el jefe, que era un animal gordo grande y sudoroso, se las ramblase para casa (diez); postales de tres tipos que la intemperie combaba y amarilleaba a los pocos días (un euro); diferentes panfletos turísticos, libretillas, planos con rutas senderistas, guías de negocios locales (hostales, restaurantes y esas cosas) que iban del euro y medio (de nada servía decirle al jefe que los números redondos son mejores para vender) a los tres. Eso era ser voluntario y arreglar el mundo. Para los días normales hacía un poco de todo, un mucho de nada y apenas algo que pudiese ser más o menos útil. Pero esa es otra historia, o no, de días de mierda aburrido esperando a que me mandasen algo; días de mierda en que me mandaban algo, completamente estúpido, para matar el tiempo; descontrol, chapuza y ver como la documentación de una actividad era más importante que el resultado mismo de la actividad. Por mi se pagaba un pastizal que se repartían como bellacos una cadena de hijoputas, ratas, chupatintas, jetas y sinvergüenzas mientras yo cataba un mal techo y dinerín escaso para comida y pequeños gastos. ¡Pobre y puta Europa! Yo te vi morir y fue principalmente de gilipollez. Pero todo eso me la traía al pairo cuando, más feliz que una perdiz, recogí los bártulos (el Tupper chorreaba grasa de los espaguetis que habían sido mi comida), cerré el chiringuito y me baje para casa. Tenía mis cosillas que hacer. Y esa semana, por esas pavadas que a veces le dan a la vida y a uno mismo, andaba con esperanza, optimismo y un punto de alegría. Esperaba un mail que podía sacarme la papeleta para otro año. A estas alturas ya soy tan desgraciado que sé que las cosas a largo plazo se acaban yendo váter abajo y que el éxito y la estrella es para niños con sonrisa profidén y para princesas disney con un buen papá detrás y unas buenas peras operadas delante. Por eso me hago los planes de año en año, procurando ir tirando, siempre pelado de pasta y siempre (por eso de la falta de financiación) con menos opciones que nunca. La vida, ese regalo maravilloso de dios. Todo para acabar muerto en más o menos tiempo y de mejor o peor manera.

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