domingo, 8 de julio de 2012

Perdona a tu pueblo señor V



         Volviendo al momento que nos ocupa, si se analiza el causa-efecto de lo que sucedió en la procesión, la culpa de todo la tuvo el cura, que era un irresponsable y un pesetero. Restaurar la imagen había salido por un pico, cierto. Un pico que le sangró al pueblo y del que no pudo dedicar un pequeño porcentaje a comprar unas andas a la medida. Aquellas sobre las que se solía transportar tan pronto servían para un roto como para un descosido: paseaban vírgenes, santos, beatos... ¡tanto daba! En las figuras con peana era más sencillo, bastaba atravesar el tornillo, o mecanismo similar, y ya estaba sujeta. Con el cristo resultaba más complicado. Cada vez que se encajaba había que realizar un nuevo movimiento de alzamiento de la cruz, o lo que es lo mismo, cambiar ésta del plano horizontal a la que la gravedad tendía a someterla, al vertical, a su postura propia de ajusticiado expuesto. Los verdugos romanos seguro que se daban más mano que los patanes del pueblo, además a ellos creo que les importaba más bien poco que el reo cayese. En el pueblo imperaba la chapuza. De hecho, y para evitar que el crucificado se fuese de bruces, la solución de ingeniería rural para fijar el asta inferior al orificio del anda era una cuña y presión a golpes en el agujero (último grito en mecánica). Por eso no es de extrañar que pasara lo que ya otras veces había amenazado.

         El cambio de costaleros, al no estar fijado salvo en la salida y entrada de la iglesia, era un proceso un tanto anárquico. Si alguien quería echarse al hombro el icono debía situarse bajo un brazo del “palanquín” y darle un toquecito en la espalda al porteador precedente para que saliese y continuar adelante hasta notar su correspondiente toque en la espalda. De este modo no importaban alturas de los costaleros, bamboleos, sacudidas, reparto desigual de peso. Eran tan parte de la procesión como el propio cura.

         Así, en el momento en el que Inmaculada seguía la marea católica del pueblo pensando en lubricidades iberoamericanas de sobremesa, uno de los hombres más bajos del pueblo cargó el brazo izquierdo delantero de la imagen. El par de cientos de kilos del conjunto sacro-floral (las andas estaban llenas de centros de plástico) se inclinaron hacia ese lado en una especie de reverencia cortés y japonesa de la representación. El costalero del lado derecho delantero, ante el cambio de proporción de pesos, se recolocó la carga sobre el hombro con una pequeña sacudida. Suficiente para que la cuña se saliese. El Santísimo Cristo del Socorro, por esta ley física que determina que cuando el centro de gravedad de una cosa sobrepasa el perímetro de su superficie de apoyo dicha cosa caerá, comenzó a inclinarse, al principio despacio, cogiendo fuerza en la caída. Algunas mujeres gritaron. En cuestión de segundos los circundantes empezaron a empujar a todos los lados intentando cualquier tipo de huida. Los costaleros soltaron los brazos. Las andas se fueron al suelo con un golpe increíble, seco, violento. Reventando la madera, astillándola, escupiendo fragmentos alrededor. La cruz describió un medio tirabuzón y se precipitó.

         Inmaculada recibió el golpe con sorpresa. Apenas se daba cuenta del revuelo pensando, como iba, en sus cosas. El monaguillo de la cruz metálica, continuó su marcha concentrado, profesional, sin darse la vuelta ni plantearse nada fuera de su cometido. El fondo de la procesión, en la otra punta del pueblo, seguían cantando. El caos, aunque se extendía, todavía no había llegado a ellos.

         A Inmaculada, tendida en el suelo, sangrando, aplastada, con el peso aun encima, se le fue apagando paulatinamente el entorno sin entender en absoluto que sucedía. Mientras, escuchaba de fondo, cada vez más débil:



“Perdona a tu pueblo, señor,

perdona a tu pueblo,

Perdónale señor.”

 

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