domingo, 1 de julio de 2012

Perdona a tu pueblo señor IV



         Al llegar a la post adolescencia, Bienvenida, nombre paradójico en un ser tan mezquino, empezó con el tema de los pretendientes. Tener tierra y gente que se la trabajase era un incentivo para decirle algo. Por eso fueron algunos los que tentaron. Entre ellos, un guardia civil del que la memoria colectiva del pueblo había olvidado el nombre y del que apenas se supo nada nunca. Lo único que llegó a trascender es que le escribió un par de cartas, que a ella le gustaron mucho, quizá demasiado. Siempre le encandiló todo aquello que tuviese que ver con la autoridad. Un civil en un pueblo y en aquella época era el no va más. Pero su madre, velando por el bien del patrimonio, decidió que se dejara de cartear con él, cortando así todo intento tanto de un lado como del otro (aborto prematuro podríamos decir). Bienvenida, en el momento que nos ocupa de la procesión y a sus noventa años, todavía lamentaba que aquello se hubiese frustrado.

         Al final la familia fue la que lo decidió todo. En una casa en la que las ideas de propiedad y mayorazgo eran dogma de fe, hicieron todo lo posible para casarla con el candidato que habían elegido. Este no resulto otro que, gracias a las intricadas marañas de las genealogías del pueblo, un primo hermano por parte de madre y segundo por parte de padre. Bienvenida, que en el fondo quería jugar a las mujeres casadas y resignada tras su affair con el tricornio, aceptó y se dejó hacer sin poner reparo alguno. Pidieron los permisos eclesiásticos oportunos y se casaron. El trato no podía ser más redondo, los padres de Bienvenida ganaron, amén de un yerno, un jornalero y más bienes inmuebles para el clan.

         Años más tarde, tampoco muchos, las leyes genéticas impusieron su autoridad con el nacimiento de Inmaculada. Subnormal de nacimiento (entonces todavía se podía decir así y lo políticamente correcto no prostituía el idioma), toda la familia lo achacó a una desgracia que Dios le mandaba, sin ningún motivo, y del que la víctima inocente era “la niña”, nombre que se le quedó para los restos. En el pueblo, el estoicismo estaba mal visto, y el entrometerse y la compasión lacerante y malsana eran ley de vida. Por eso gustó mucho la autoflagelación pública de la familia ante la desgracia. Por otro lado, Bienvenida descubrió que la miseria humana es una forma como otra cualquiera de llamar la atención y estar presente. Lo explotó exhibiendo su infortunio en forma de criatura por todos los escaparates del pueblo: iglesia, plazas de tertulia...

         Bastante tiempo después, el marido de Bienvenida se encontró, o le encontraron, un cáncer de estomago que le llevó a la tumba en una agonía de perro y morfina. Bienvenida se enlutó, enlutó a Inmaculada y se dedicó para los restos a: vender al populacho el cuadro de “viuda con tarada”, seguir rezando y consumirse en su miseria de campesina encadenada a la tierra mientras añora los primeros años de su vida (“O tempora, o mores” que dijeran los latinos). Por eso la educación de inmaculada fue así. En lugar de todo aquello que la hubiese convertido en un ser puro recibió, durante los sesenta y tantos años que tenía la criatura, reproches subconscientes, disciplina teológica y represión férrea por de una madre que la deformó el alma hasta el cuadro esperpéntico que hoy seguían exhibiendo madre e hija por el mundo.

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