domingo, 28 de abril de 2013

Sábado sabadete



            Y el cabrón del orangután chico se puteaba, se apartaba unos pasos de los demás dándose en la cabeza, tirándose al suelo y chillando como si lo despellejasen vivo. El jodido mono era más dramático que un funeral moruno. Menos de diez segundos después se le pasaba el berrinche como por arte de magia y el espabilado volvía con los demás. Así, con si pelillo colorado y de punta, con los redondos ojillos enfocados a cámara, la rabieta del simio por la tele era lo mejor de esa tarde.


            Me planteaba dormirme y que así se me fuese un rato. Lo malo de ese truco es que más tarde, por la noche en la cama, estaría como un lucerito con los ojos tan abiertos como el orangután de marras hasta las putas claras del días. No es que no tuviese cosas que hacer. Es sencillísimo encontrar obligaciones, hábitos saludables, quehaceres, cosas que estudiar o leer. Pero me apetecían una mierda. Estaba echando la tarde con el documental de cría de monetes huérfanos y su reinserción a la madre selva. La vida de los bichos era envidiable: bien comidos, bien asistidos, con otros para jugar. ¿Joder si se lo montaban de puta madre! En contraposición a mis primitos animales yo me moría de asco en el sofá, con el cuello tieso como un palo del escorzo haragán y sopesando como librarme bien de mi propia consciencia, bien del ladrillo de la tarde de sábado.


            A todo lo que se me iba ocurriendo para combatir el aburrimiento le salían inmediatamente pegas perezosas  para pasar de ello: la de dormir ya la he contado; ¿Emborracharme? Mañana tendría resaca; ¿Pelármela?  (más preciso ¿Pelármela otra vez?) a la quinta de la jornada ya ni le obtienes entretenimiento, además, eso cubre un instante, no una hora; ¿Salir a dar una vuelta? Vale, ¿A dónde?... Se estaba mejor tendido en el sofá, despatarrado, deshaciéndome en la mierda de los culos que habían tocado antes la funda del mueble, fastidiado, puteado de una manera diferente al monito, apático, en coma.

domingo, 21 de abril de 2013

Sardinitas II



            El animal tenía una lata de sardinas en aceite vegetal dentro de su despensa guardada como oro  en paño, como un pedacito de ambrosía y un antojo para él y solamente para él. Se las quería tragar ansioso como un gordo cabrón. Para que fuese  más extraordinario entacarlas, seguramente con pan siguiendo las reglas, esófago abajo; la reservaba. Compró la delicatessen en el colmado de la aldea y las guardó para mañana, cuando volviese del trabajo en la maravilla pastoril y hippie del campo hecho mierda, apestando a sobaco y reponer las energías perdidas tirando del abre-fácil, bebiéndose el aceite indigesto, triturando a conciencia las espinas y escamas con las muelas.

            Pero se le torció bastante el plan. Mientras doblaba su torcido espinazo en algún terruño en su casa a la iluminada de su señora se le ponía la lata delante de las narices y la profanaba jalándosela con el chiquillo. Desconozco a que les supo y si las disfrutaron o no. Lo jurable, aunque no sea uno de ellos y no sepa cómo valoran lo que es rentable y lo que no, es que no les aprovecharon bien.  a su vuelta al hogar para el reposo del guerrero ni siquiera saludó a sus consanguíneos. Embocó  al escondrijo violado de la lata de conservas. Al no verla una ira brutal y atávica le hirvió dentro. Su analfabetismo funcional impedía una salida razonada y dialogada al conflicto o tribulación. Lo primero, a lo Sherlock Holmes, averiguar el paradero de las sardinitas.

            Le preguntó a la tonta que, correspondiendo con el apelativo, le informó de que las estaba digiriendo ¡Por ahí si que no! ¡Qué vergüenza! ¡Qué ofensa! Con un despliegue de creatividad respecto a lo que cabía esperar del personaje, agarró justiciero una máquina de cortar el pelo. Entre voces, ruido y algún que otro sopapo para facilitar la cooperación en el proceso, rapó al cero tanto a la mujer como al crío ¡Por tragaldabas y rapaces! Durante las semanas consiguientes salieron a la calle con gorras para tapar el estropicio. Peladitos, sintiendo el frío en el cuero cabelludo y la comodidad capilar de la ausencia de pelo, el mundo entero conoció que pimplarse unas sardinas sin permiso esta muy, pero que muy, feo.

domingo, 14 de abril de 2013

Sardinitas I

 


           Lo que no pase en un pueblo no pasa en ningún otro sitio. Bueno, a lo mejor si que pasa pero se disimula en la intimidad doméstica y no trasciende más allá del bloque. En el pueblo se publicita, se pregona, se airea, se comenta y se debate con parámetros grotescos y bizarros. Dura el sonsonete hasta que se reemplaza por otra nueva y, cuando hay suerte, mejor que la anterior, fresquita. Además son cosas perpetradas por los personajes del pueblo (repetidos de municipio a municipio y más tópicos que la madre que los parió): la ración de tontos y sus excentricidades en su entorno de brutalidad rural, corrales llenos de mierda carcoma y óxido y boinas. Sé hasta los huevos que me repito en los relatos con el pintoresco agro. Son lentejas. Además hacen más gracia sus criaturas que los vampiritos metrosexuales, los curillas templarios conspiraniocos o las malfolladas a las que su apuesto amante empresario de éxito atormentado les da unas manos para ponerse palote. El cuento de hoy es un cromo, uno más. describo en primer lugar un poco por encima a sus actores principales, genial elenco: el jorobado de la aldea hijo del herrero, su simiesca mujer y el tarugo obeso de su chiquillo, todos ellos deficientes intelectuales reconocidos por el papá estado con su paguita y su patrocinio de lo inútil.

            El chepudo y señora se habían casado porque dios los cría y ellos se juntan. Eran tal para cual. Él prácticamente un bestia mezquina y ella un orangután atontado con el mirar perdido en el infinito reflejando que duras penas llegaba a comprender un cinco por ciento de su vida en general. El cura, sin contradecir a su jefe sobre lo del “amaos unos a otros”, les formalizó el apaño. El niño fue una sorpresa porque en el contrato rezaba que ella venía con el truco hecho para no engendrar. Pero ya se sabe, joder es sencillo y, bajo el acuerdo de ambas partes, gratis. Así que perpetuaron su mala estirpe en un crío tonto de baba, gordo y zoquete. Los cuadros con semejantes elementos eran el pan nuestro de cada día en esa casa. Del jubilado era vox populi que, cundo se le cruzaba el cable o se le atragantaban los vinos, se marcaba algunos asaltos de sparring con la parienta y el melón de sus entretelas. Eso era lo normal y, por otro lado, nada fuera de lo común en la comarca, dónde civilizar a palos a la señora era una prácta educativa tradicional, no muy mal mirada y que bebía de los principios más ortodoxos de la estricta pedagogía británica. Pero lo que hizo aquella vez el zote a su familia, además de ser un misterio el dónde sacaría la iluminación para la idea, fue una novedad y una originalidad se agarre por donde se agarré. Y todo por una lata de sardinas.

domingo, 7 de abril de 2013

Cenutrio II


            La secretaria debía estar hecha a todo y no sería la primera ocasión en que se le presentaban semejantes alardes de ingenio. Se quitó al melón como bien pudo, que fue sugiriéndole que esperase a alguno de los profesores, y socios de la empresa, que lo podrían orientar mejor en sus tribulaciones. Por suerte el profesor entró en escena (deus ex machina) prácticamente al segundo de mencionado. El aspirante repitió sus quitas  preocupaciones y el profesor, ni corto ni perezoso, pensando en la tabla de balances de la sociedad mercantil a fin de mes y en como se vería afectada un poquito a mejor con el precio de la matricula del botarate (amén de que el éxito o fracaso del palomo no alteraba los números más allá de eso), lo endilgó a la sala de ordenadores a hacer test y que lo cogiera con saña, que el calendario se echaba encima ¡Con dos cojones!

            El pollino pasó a la habitación donde yo continuaba, sin concentrarme un carajo, dale que te pego a mis propias disyuntivas, cuestiones y temarios. Obedeciendo los decálogos primarios de la comunicación no verbal para simios, me enfrasqué profunda y fijamente en la pantalla para que el imbécil, al que por sus conversaciones adivinaba (y luego dios no castiga dos veces) sociable, no me diese la barrila. Pues no, fue salir de toriles y enfilarme, darme una mano sudada y meterme un interrogatorio completo sobre mis exámenes y preparaciones. La zarpa no me quedaron más huevos que aceptarla y cortésmente le dí ánimos en sus empeños y propósitos de bombero retirado. Concluí mi test y, como mi clase empezaba, me largué a tomar por saco abandonándolo en su primer peldaño y arreón al permiso de conducir.

            Al día siguiente, volviendo a esperar por mi lección cotidiana y comentando de palique la jugada con las eróticas gafitas de la secretaria y lo que detrás llevaban, me contó la chiquilla que el mico, detalle que pasé por alto, apestaba a alacena de que soso curados. era, según ella, capaz de liquidar con la peste un roble grandecito. Tanto que cuando chapó el aula informática donde se encerrase el animal hubo de ventilarla un buen rato. Al paisano ni entonces ni más tarde se le volvió a oler por esos pagos. Si aprobó, o se presentó siquiera, son cosas que quedarán el el misterio y la penumbra. Haceos una idea aproximada de las alternativas. No es tan complicado, coño. Hay gente para todo.