domingo, 21 de abril de 2013

Sardinitas II



            El animal tenía una lata de sardinas en aceite vegetal dentro de su despensa guardada como oro  en paño, como un pedacito de ambrosía y un antojo para él y solamente para él. Se las quería tragar ansioso como un gordo cabrón. Para que fuese  más extraordinario entacarlas, seguramente con pan siguiendo las reglas, esófago abajo; la reservaba. Compró la delicatessen en el colmado de la aldea y las guardó para mañana, cuando volviese del trabajo en la maravilla pastoril y hippie del campo hecho mierda, apestando a sobaco y reponer las energías perdidas tirando del abre-fácil, bebiéndose el aceite indigesto, triturando a conciencia las espinas y escamas con las muelas.

            Pero se le torció bastante el plan. Mientras doblaba su torcido espinazo en algún terruño en su casa a la iluminada de su señora se le ponía la lata delante de las narices y la profanaba jalándosela con el chiquillo. Desconozco a que les supo y si las disfrutaron o no. Lo jurable, aunque no sea uno de ellos y no sepa cómo valoran lo que es rentable y lo que no, es que no les aprovecharon bien.  a su vuelta al hogar para el reposo del guerrero ni siquiera saludó a sus consanguíneos. Embocó  al escondrijo violado de la lata de conservas. Al no verla una ira brutal y atávica le hirvió dentro. Su analfabetismo funcional impedía una salida razonada y dialogada al conflicto o tribulación. Lo primero, a lo Sherlock Holmes, averiguar el paradero de las sardinitas.

            Le preguntó a la tonta que, correspondiendo con el apelativo, le informó de que las estaba digiriendo ¡Por ahí si que no! ¡Qué vergüenza! ¡Qué ofensa! Con un despliegue de creatividad respecto a lo que cabía esperar del personaje, agarró justiciero una máquina de cortar el pelo. Entre voces, ruido y algún que otro sopapo para facilitar la cooperación en el proceso, rapó al cero tanto a la mujer como al crío ¡Por tragaldabas y rapaces! Durante las semanas consiguientes salieron a la calle con gorras para tapar el estropicio. Peladitos, sintiendo el frío en el cuero cabelludo y la comodidad capilar de la ausencia de pelo, el mundo entero conoció que pimplarse unas sardinas sin permiso esta muy, pero que muy, feo.

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