domingo, 24 de junio de 2012

Perdona a tu pueblo señor III




         Dentro del grupo de las mujeres y sin destacar en absoluto entre ellas, Inmaculada pensaba en si el protagonista mexicano, musculado y depilado de la telenovela de turno sería tan desconsiderado de abandonar a la protagonista, venezolana, rubia y magníficamente bien siliconada tanto en cantidad como en calidad. Y es que en la simplicidad metafísica de los personajes de telenovela el muy cabrón, ahora que era rico, iba a dejarla siendo novios de toda la vida y con un embarazo latente, pendiente de confirmar. Para el puritanismo embutido durante años en la cabecita de Inmaculada, era algo imperdonable por muy guapo que fuese y por mucho que le despertase en los recovecos freudianos determinadas pulsiones que jamás llegaría a comprender.

         Esto no significa que Inmaculada fuese de naturaleza pagana y que aquella procesión le pareciese un carnaval integrista (cosa que por otro lado es lo que era) y por eso estuviese pensando en la telenovela. Inmaculada había sido educada sobre la base de un cristianismo integral, radical y ortodoxo. Su madre la había deformado moralmente hasta convertirla en un talibán de la santa iglesia católica, apostólica y romana. Ella consideraba santo todo aquello que se relacionase con el contexto iglesia, y como tal para ella era verdad absoluta, aunque no lo entendiera. Pero, por desgracia, la pobre no daba más de sí y solamente se quedaba en la superficie de formas y ritos. Aunque bien es cierto que en ese aspecto no se diferenciaba mucho de un importante sector de la jerarquía eclesiástica. Pongamos un ejemplo descabellado e ilustrativo: si alguien en esa procesión hubiese pegado un falo de goma azul en la imagen del cristo con el “sano” propósito de escandalizar, Inmaculada hubiera reaccionado ante el ultraje con una violencia más descontrolada que la de una amazona mitológica. En cambio, si alguien hubiese atacado la cuestión de la veracidad de la resurrección de Cristo como tal, o la posibilidad de que su naturaleza fuese sólo humana y en absoluto divina, a Inmaculada le hubiese dado lo mismo. Para ella la iglesia era imagen, una imagen inviolable que había que defender por encima de todo. Dios era su amigo particular, en ocasiones criado y algunas veces matón a sueldo, simplemente por cumplir con el paripé. Y el paripé en sus escasas entendederas alcanzaba la consideración de sagrado.

        Inmaculada hubiese podido ser Juana de Arco en 1300 o una de las múltiples visionarias de la Virgen de principios del siglo XX, pero tuvo la desgracia de nacer fuera de tiempo. Aunque bueno, esa no es la única desgracia que tuvo al nacer. Y es que si Inmaculada no profesaba toda la fe requerida para el momento del que estamos hablando, y en lugar de ello pensaba en banalidades televisivas, era por una sencilla razón: Inmaculada era una deficiente mental, por más señas microcefálica.

         Pero para entender el mundo de Inmaculada (y aunque esta elipsis resulte un efecto bastante burdo) antes hay que conocer la historia de Bienvenida, su madre. Bienvenida fue una princesa rural en tiempos de la Segunda República, un comer todos los días caliente en un pueblo donde hacer eso, sin trabajar a cambio, era todo un portento. No es que Bienvenida fuera una marquesa de cortijo, tampoco la zona daba para esos lujos, pero entre sus padres juntaban suficiente hacienda como para permitirse asalariados y que la niña no trabajase. Así, en su infancia, adolescencia y primera juventud, había empelado su tiempo en el increíble arte de recrearse con el paso de los días. Y es que ni tan siquiera tomaba parte en la administración del patrimonio familiar. Podemos decir que durante años no hizo otra cosa que recorrer la comarca pasando temporadas en casa de amigos de sus padres (al no trabajar, su padre cultivaba bastante la relación pública allende el término municipal) y rezar.

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