domingo, 10 de junio de 2012

Perdona a tu pueblo señor I



“Perdona a tu pueblo, Señor,

perdona a tu pueblo,

perdónale Señor.”


        El monaguillo, un niño medio deficiente al que sus padres obligaban a ejercer de asistente parroquial, encabezaba la procesión. Portaba una especie de pértiga de aluminio rematada en una cruz a modo de estandarte militar, punto de referencia inútil. Tras él, las mujeres: viejas enlutadas, amas de casa ancladas en un pasado de rosarios y paseo por la tarde y jóvenes estúpidas que creían que ir a misa el día de la festividad del pueblo era la mayor pasarela universal existente para su propio lucimiento. No se les podía pedir otra cosa, la mayoría de ellas jamás había salido del pueblo. Mejor, dicho de otra manera, el pueblo no había salido de ellas. Era una cuestión de fe rural enquistada en los años, algo lleno de fanatismo y exhibicionismo, de beatitud malsana y apariencias. Como el pueblo mismo.

         Detrás de ellas, ejerciendo físicamente de buen pastor o (desde el punto de vista etológico) macho alfa, el sacerdote. Hombre pequeño, cura digno de inquisición que todavía exhortaba a las masas desde el altar contra todo lo que le parecía Satán encarnado. Azote del púlpito, guardián de la moral y la vida privada, subversivo y reaccionario, un ejemplo para los de su oficio. Ejercía un cargo de relativa importancia dentro de la relativa importancia global de la diócesis y había llegado al pueblo sustituyendo al anterior sacerdote, un excelente mercenario de la fe, tras un golpe de estado, o de confesionario, perpetrado por unas cuantas de las mujeres antes descritas. Su predecesor, el mercenario depuesto, ahora vivía con su mujer y una hija de unos treinta años, jubilado, con una pensión de docente y sin ninguna preocupación. Todo esto de la mujer secreta y la hija (oficialmente sobrina) se sabía desde tiempo atrás y a nadie escandalizaba. El actual titular era un judío, en lo que se refiere a la acepción del término en relación al vil metal, que para satisfacer su ego de personalidad pública y notoria engullía como un cerdo infame todo el caudal de dinero que podía sacarle al pueblo. Pueblo que aun siendo ruin, y sólo por el qué dirán, aflojaba la mosca. Así, en el par de años que llevaba en el cargo, no había hecho otra cosa que gastar como una fulana en vacas gordas y despotricar contra todo.

         Por supuesto iba escoltado por sendos monaguillos. Como buena diva del rock que era, necesitaba corte detrás. Esta vez dos niñas. Para todo hay rangos y los monaguillos no son menos. Por eso el chaval medio retrasado de la cruz llevaba la cruz y las dos niñas acompañaban al párroco, que, dónde va a parar, era un puesto de mucha más distinción.




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