domingo, 11 de diciembre de 2011

Las llagas XVIII

         Bajamos a las dársenas, que el puto panel mentiroso y electrónico de la sala de espera dice que mi calabaza encantada ya está situada. ¡Mejor! Así no me tengo que sentar en los bancos metálicos azules, llenos con lo mejor de cada casa y país dormitando la derrota. Abajo las viejas ya se han matado por entrar y el conductor está sentado frente al volante. Queda un cuarto de hora para lo programado y contratado. Siempre se me hace gracioso que el papel de mierda del billete, que probablemente acabé en la lavadora dentro de un bolsillo del pantalón, constituya un contrato vinculante. En las empresas de autobuses de postín incluso desglosan derechos y obligaciones en la parte trasera del mismo. La mía no. Con tener un tío igualito que Vinnie Jones que me lleve a casa, por lo menos a mi provincia, por quince euros me tengo que dar con un canto en los dientes. Hoy me extraña la puntualidad, incluso la anticipación. La profesionalidad no es característica en el solar panderetero que nos tocó al nacer. Además no me tengo que pelear con las viejas que se zurran por entrar las primeras, coger su sitio, o el que les salga de sus ovarios secos, y ponerse a cacarear jugando con las salidas del aire acondicionado. Algo es algo. Tiro la mochila encima de todas las maletas sabiendo que llegará dónde cuadre. Nos besamos por última vez conmigo en la escalerilla del bus. Y en el fondo parece que no pasa nada, que con todo lo que nos queremos no es una despedida. Fijo que la anciana sentada al lado del conductor, algo como un copiloto senil, piensa “¡Qué bonito!”. ¡Abuela! Le de por el culo al tío con pinta de defensa inglés (galés) asesino. Ya veremos lo que rasca de ahí.

         Mi puta subnormal me dice entonces que cuando llegue a casa le dé un toque. ¡Ole! ¡Me acaba de salir una madre! Le respondo que sí como le hubiese respondido afirmativamente a cualquier cosa. Y también le doy las gracias para que el “muchas gracias por todo” sea la última palabra. Es lamentable de cojones que alguien al que has despachado en mostrador se despida dándote las gracias como una puta señorita ñoña de colegio de monjas. Con total seguridad ella no capta nada de esto, de las sutilezas y esas mierdas, ni de lo penosa que es la desgraciada. Me da bastante igual. Lo he dicho en descarga de mi conciencia, para aplacar las neuras del fin de semana, que se están empezando a poner revoltosas. No lo he soltado por ella, o sí, pero no mucho.

        Mi número es pasillo. En la ventana se sienta un tío Peter Pan con aspecto de profesor de instituto coleguita, comprometido social, etc, con su camisa blanca mediterránea, sus chanclas de cuero, su bolso artesano de mercadillo, su melena rala insuficiente, sus gafas, sus pulseras de cuentas y todos los complementos. El terror de las nenas, la gran moto, Barbie poeta muerta. Nunca me cae nadie interesante desde un punto de vista sexual para ir todo el viaje fantaseando sucio. ¡Karma cabrón! Miro fuera y ésta está ahí, buscándome en las hileras tapizadas de moqueta gris. Vuelvo a mirar y ya no está ¿Acaso ha estado alguna vez? ¡Coño! Claro que si. Mi pinta de roquerillo en las últimas o excombatiente de merienda de chinos dan fe de ello. Que uno no lleva pintas de poliadicto demacré de la nada, ni se ha pasado las últimas horas en un spa con una báltica frotándole la espalda. Vinnie arranca a en punto. ¡Qué tío más eficiente! Puto “Hacha” "Me llamo Vinnie Jones, soy gitano, gano mucho dinero. Te voy a arrancar la oreja con los dientes y luego la voy a escupir en la hierba. ¡Estás solo, gordo, sólo conmigo!". De mayor quiero ser un centrocampista defensivo psicópata. Por lo menos lo de psicópata ya lo llevo de casa. No hemos salido de la ciudad y ya duermo como un bendito hasta que se me ablande el cuello y me despierte el miedo a dar un cabezazo al de filosofía. De momento, lo oscuro de los túneles y el vibrar de la tartana son gloria bendita que me sube cojones arriba. Y no hay nada más.

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