domingo, 14 de octubre de 2012

El rentable negocio de ser un bastardo II




            Conviví con semejante esperpento todo un año. Convivir es una manera de decirlo. Yo trabajaba, o algo por el estilo, para él. En su país todavía estaban en ese feliz periodo en el que la Unión Europea manda dinero a mansalva y no pregunta mucho. El se agarraba a todo. Yo era parte de una subvención que le salía muy, pero que muy, bien. Al amigo de los niños se le regalaba, por un lado, un currela, un factotum que, aunque no entendiese mucho del idioma, podía poner a trabajar en cualquier despropósito; por el otro se le daba un dinero para mantenerlo, alojarlo… del que se cogía un pellizquín en, por ejemplo, alquilarnos una casa que era suya o cuadrando los números a final de mes un poco imaginativamente. Le llegamos a hacer cuentas de por cuanto salíamos, que éramos una media docena larga. Ahora no me acuerdo bien de la cifra exacta pero era rentable ¡Y tanto que si! Por eso, lo de aguantarlo todo un año me refiero, lo llegué a conocer tan bien, a sufrir tan bien. Lo peor, que me regalaba el derecho a la vida cada momento, como jefe omnipotente. Pero es que se creía un padre con nosotros. Le interesaba bastante tener ese cuento para sacarnos la piel a tiras y entrometerse hasta en como debíamos vivir fuera del trabajo, sin intimidad, sin derechos, sin nada de nada. Él era así.

            Ese día, y toda esa semana, teníamos un evento especial. En el hostal mochilero que entre otros negocietes regentaba, había una suerte de curso de verano para geólogos. Dormían en las barracas, digo habitaciones, y tenían clases súper entretenidas sobre piedras y otros coñazos. En el durante, los teníamos que poner de desayunar, un tentempié en los recreos y, los que de nosotros vivían en el chiringuito, soportarles los pedetes de por las noches y el jolgorio geólogo, que puede ser mejorable (también, por definición, empeorable). Ese lunes el fulano había hecho partición de trabajos y, como no llegaba a saber nunca dónde tenía la mano derecha, había puesto a las tías a los quehaceres domésticos y a los tíos a matarlas por ahí (luego dicen de Irán… cuanta feminista disfrutaría un huevo de Centroeuropa, allí dónde el telón de acero pasa, o pasaba, de la cara a la cruz).

            La consigna del servicio doméstico estaba más o menos clara. La de lo mío también y por eso lo despachaba cada día bastante rápido. Después no me importaba echar una mano a las tareas de los demás. Eso incluía las de las tías y, que yo sepa y contradiciendo las creencias populares del lugar, no se me cayó nada por fregar y poner cacharros. En el recreo de las diez de la mañana, también en el de las tres de la tarde, había que llenar una mesa con algo de fruta, un cestillo con galletas y cosas dulces, otro con snacks salados, dos jarras de diferentes zumos, una de leche, unas cinco metálicas con agua caliente, varios tipos de te, un bote de café instantáneo y todo el atrezzo de vasos, tazas, platos, cucharillas etc… Eso se dejaba expuesto una media hora en la que los geólogos le arreaban a discreción. Una vez vueltos a clase, se recogía, se fregaban los cacharros, se secaban y se ordenaban para la vez siguiente. Bastante sencillo.

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