domingo, 21 de octubre de 2012

El rentable negocio de ser un bastardo III


            No sé muy bien porqué pero el jefe, puede que por el estrés de ser un incompetente al que todo le viene grande, puede que porque le estuviese por venir el periodo; esa semana estaba especialmente mezquino. Las cosas las iba a comprar a un supermercado veinticuatro horas que a partir de las diez ponía a precio de saldo todo aquello a lo que empezaba a pillar el toro del tiempo. Por lo que se hacía una economía. Una magnifica economía que podría llegar a suponer menos de cinco euros al día, pero en esas miserias andábamos. Y cada remesa de yogures, leche o fruta, andaba más al borde, por no decir que algunos de ellos lo habían pasado ya, que otra cosa. Pero a mi me daba lo mismo. No era para mí y lo que de todo eso me acercaba al hocico no me llegó a hacer nada a la canal maestra. En efecto, se me estaban contagiando mañas y los más y los menos días algún yogurcito me apañaba, que andaba bajo de calcio. Pero intentaba echar una mano, por compensar.  Bueno no, por compensar no, echaba una mano por hacer algo y porque a la que le había tocado la china de comerse los recreos-refrigerios era colega, y siempre fue de vestirse por los pies hacer un quite a tiempo. 

            A partir del tercer día, y puesto que todos en la empresa metían mano al descontrol de cantidades (a todo el mundo le venía bien un desayuno gratis o algo de fruta para los chiquillos en casa…) el mastuerzo empezó a preocuparse por las raciones. Y entonces se disparó la miseria, el asco y la indignidad. La directriz era sencilla, racanear al extremo. Los cestillos a la mitad y para el zumo y la leche. ¿Qué decir? El agua siempre fue más barata. Los zumos, y la leche, eran de oferta, de marca blanca y de todo lo posible para hacerlos baratos. Pues tuvimos que cristianar unos cuantos. Por supuesto el jefe quería todo esto en secreto, y que nadie viese el cuadro de Goya que es echarle agua a una leche cuyo porcentaje de nata es algo así como el uno y medio por ciento. Eso si, un detallito, el agua no podía ser del grifo, al menos la del zumo. Tenía que ser agüita con gas (en el terruño se consumía mucho) ¡Que manera más apañada de hacer refrescos artesanos!

            La de turno y yo estábamos preparando el de las tres de la tarde: calentando el agua, mediando los cestillos y cogiendo algo para casa. Llegó el turno del bautizo. El plan era que yo diese el agua (sentido vigilar que nadie viese el cromo) y la otra la ponía. Bien, en ese momento, cosas de que la gente bebe mucho, no había más en la cocina porque otra de las medidas era tener en custodia los consumibles en la oficina, dónde había más control y se choraba menos, teóricamente. Fui a por las botellas y cuando abrí la puerta me llevé un susto cojonudo. Allí. Todo lo largo que era, tirado en un sofá, estaba el jefe durmiendo, echado la siesta, tan tranquilo, con la puerta abierta. El tío ni se inmutó, pasé, cogí las botellas.

            El cuadro era vergonzoso y vergonzante. Era como un vagabundo tendido, con su ropa cutre, su sobrepeso, resoplando, en el sofá viejo y rajado. Además saberle rico, con su casa, con miles de sitios y posibilidades para dormir, lo hacía más suculento. Era  un flash surrealista para todo el que entrase, algo que lo retrataba como el animal que era. Lo miré un segundo antes de salir. Lo peor de todo era que emanaba un tipo de paz, de satisfacción, incluso de felicidad. Me dio, una ver más, otro día más, asco. También, por primera vez, envidia. Alguien tan miserable de echarle agua al zumo de oferta del súper para ahorrar ¿Cuánto? Medio euro al día, era un tío realizado, era un hijo de puta feliz. Como cantaba mi abuela “¡Como está el mundo que barbaridad!...”.

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