domingo, 4 de noviembre de 2012

El ladrón de leche II



           Después de eso me levanté para comer. Ya mejor, más sereno, tomándomelo con una calma negra que no servía. Como no había otra cosa que hacer me conecté. En Internet lo de todos los días, pasar el tiempo, leer tonterías, deprimirme mirando por la ventana en otro rato que se marchaba inútil mientras se va poniendo oscuro. Como inútil se me ponía la puta vida allí, último sitio de refugio, tumba casi. Otra tarde más criando la sensación estomacal de depresión y asco, ese pensamiento recurrente de incompetencia, de falta de oportunidad y de incapacidad para hacer nada remunerado y categorizado. ¿Dónde pedir un trabajo? ¿Dónde romper la cadena de “no lo tienes porque no tienes experiencia y no la consigues porque no encuentras uno”? Plantéate qué sabes hacer verdaderamente útil, para qué poder servir, dónde encontrar el derecho a sostenerte un mes tras otro. Pero en los pueblos no hay de eso, no hay ocasiones, no hay donde buscar, no hay nada, es vacío. En una ciudad se pueden buscar empresas, cursos para hacer, cosas que intentar; al menos mirar por la ventana y ver vida. En doscientos habitantes hay lo que hay. Vivir en un puto desierto donde, para aquello más tonto, se tienen que recorrer kilómetros en coches que nunca tendré. Y una vez recorridos, acceder a servicios de baja, pésima calidad. Un ejemplo, lo que tendría que hacer esa tarde: ir a reclamar a una autoescuela, en el pueblo de al lado, la única cerca (muy monopólica y con una profesionalidad muy a lo cuerno de África) si me tenían preparados los papeles para poder examinarme del examen teórico de la licencia de camión. Había ido unas seis veces. De ellas hasta la tercera no me dijeron el precio, otro par de ellas no tenían abierto el local siquiera, en todas no estaba el que solía llevar la oficina y en las primeras me mintieron un poco por medio de su jodida boca sobre cosas que se podían hacer, plazos... Así, me había preparado el examen a baquetazos, yo solito en casa (que los pagabas trescientos para que te presentasen nada más, no vallamos a pensar); había obtenido el permiso psicofísico para ser evaluado (pagando también ese examen exhaustivo y completo con preguntas sobre mi vida y milagros “¿Bebes? Claro que sí, señora, todos los días como un cosaco, apúntelo usted en el informe por favor” bien contrastados) y lo había dejado en la oficina a alguien que no tenía puta idea de nada el día preciso para poder hacerlo ese miércoles, último día oficial de examen del mes. Todo ello para abrir una puerta, otro título, habilitación, licencia… Un par de líneas en el currículum que, como todas las demás, nadie se leería nunca. Pero me decía, por no dejarme caer hasta el fondo “levántate y pelea”. Que días más preciosos para perder una vez más. Se me va el cuento, vuelvo a centrarme en la autoescuela. Debía ir a preguntar como estaba lo mío, si tenía o no examen o, siquiera, si les habían entregado el papel con el reconocimiento médico. Pero eso viene más tarde, por el momento me estaba, otra vez, amargando y deprimiendo delante de la pantalla con cara de perro apaleado y hambre de ansiedad.

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