domingo, 11 de noviembre de 2012

El ladrón de leche III



            Y como no tenía que hacer (mis multiamigos de las redes sociales me gustaban porque estaban callados y como ausentes ¡Qué poético!) me dediqué al sano oficio de cultivar mi conocimiento friki con cosas inútiles. Por eso me puse a la biografía wikipédica de uno de esos escritores que me gustaría (dando el cojón derecho  por ello y todas las cosas requeridas) ser alguna vez y que solo pasará en alguna dimensión paralela o mundo de yupi. Del colega me sé toda su vida ya, pero engancho en enlaces azules a más saber. Otros estilos, más escritores, incluso editores a los que se le apareció la virgen y lo petaron porque consiguieron para su cuadra un campeón. Con todo eso acabo parando en John Fante y me llama la atención. De ahí pasé, una vez que había visto que tenía que leer de ese tío, a buscar algo que descargar suyo. Por supuesto era “Pregúntale al polvo”, que es bastante más fácil encontrar lo más conocido de uno que versiones y rarezas. El precio en librerías, al menos en librerías en la red y descontando gastos de envío, eran unos doce. Estaba bien, asequible, y me importaría una mierda dedicar ese porcentaje de mis bienes a conseguirme uno. Pero es lo que comentaba de los pueblos, siempre una pregunta, esta vez dónde. Por suerte lo encontré en un pdf y se vino a mi escritorio. Lo empecé y con el ansia del principio le metí un buen arreón. Llegó la hora en que tenía que vestirme para ir a la autoescuela. Como siempre puse todas las cosas a llevar en orden encima de la cama, muy obsesivo compulsivo. Después me las puse, me eche de la colonia barata (días de diario) y a esperar a que alguien viniese y me llevase. Es malo hacer representaciones mentales de lo que te puede pasar en una hipotética situación futura. Especialmente si te pones en todo lo malo, que por otro lado suele ser lo que acaba pasando. Por eso, y porque soy un cobarde al que le amedrenta todo lo que no sale bien y genera algún tipo de conflicto o enfrentamiento, para cuando salí para allá estaba completamente acojonado, puesto en lo peor, triste, desmotivado.

            Allí fue la primera vez que todo tuvo cierto orden. Por lo menos la de la oficina estaba, y por estar hasta estaba con mis papeles. Pregunté que si era posible examinarme el miércoles y fue que no, pero la solución era posponerlo un par de semanas. Bueno, tanto daba. Por lo menos firmé algunas cosas y pagué, que me han enseñado a ser buen pagador en un mundo lleno de hijos de puta (¡Toma carencia educativa!). Y con el consuelo del que saca perder por puntos en un combate en el que le tendrían que haber volado la puta cabeza al cuarto asalto, me volví para casa. Al llegar revisé el recibo de la autoescuela, no fuera a ser. Puede que fuese todo lo útil (¿?) que hice.

            Después seguí leyendo hasta la hora de cenar, y haciendo el imbécil en Internet. Nada, lo de siempre, tiempo que se pierde, relleno de una vida, anomia. Una vez cenado vi la tele, por eso de que hay que sostener el prime time de las cadenas con gratitud en forma de audiencia. Era una serie histórica con mucho cliché que, si no la viese por la tele, ni me molestaría ni en descargar. Otra cosa más para matar una hora y pico. Aburrido apagué y me fui a la cama, o a la habitación. Me volví a poner a leer. El libro me gustaba, aunque con el puntito de que podía llegar a algo más.  Como si lo hubiese escrito un criajo que, con más vida y más mierda de vida, pudiese ser cojonudo. Arturo Bandini... Le pagan ciento y pico por un relato (que es una carta reciclada con mucho delirio) y se pone a escribir uno que se llama el ladrón de leche sobre el drama moral de robar un par de litros al lechero (suena porno). No lo entiendo, puede que porque la ética se me perdiese hace mucho en medio de la miseria. Yo vendería todo lo que he escrito por la puta mitad de eso. De todo ello se me puso el cuerpo de escribir, así que tiré dos párrafos penosos y me metí en el catre. Otro lunes, la gestación de las grandes epopeyas. Mierda, solo eso, mierda.

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