domingo, 15 de septiembre de 2013

El bocadillo de calamares IV



Cuando volvimos, por volver y no tenerlas más celebres, el que había desaparecido era él. ¡Muy bien! Por lo menos ya se habían aclarado las circunstancias de fajina y había gente en la cocina cortando verdura. Ella, amén de mandarme a buscar al otro cada cinco minutos. Se puso, feliz como una perdiz, a andar con todo, a disponerlo todo. Finalmente bajamos las cosas al jardín y se empezó a cocinar. Como siempre pasa, al olor del la comida nos reunimos todos los que éramos. El grupo era multicultural, poliglota y esas cosas. Cada uno de su padre, de su madre y de su país. Interesados en la final, al menos por una cuestión patriotera, solamente estábamos por Santiago (cierra y esas cosas) otra y yo. Por parte de (¿Quién es el patrón de Italia?) una, su señor padre y posteriormente se sumarían otra y otro. El resto de todas las partes. Simpatizando, o no, o solo al tufillo de la feria, hasta sumar unos quince, la niña bonita.

Antes de atacar las salchichas, menú principal, se explicó el reparto de gasto, que era de renglón. Al final de la noche se pondría una caja y cada cual echaría lo que quisiere según considerase que había consumido. La nota había salido por cincuenta. Hay veces que el dinero no cunde una mierda. ¡A comer se dijo!

Los míos habían desaparecido, ahora los dos. ¡Mira que bien otra vez! Estarían teniendo concierto, pero en otra parte. Una de la que me libraba, y era de agradecer, que no eran muchas. De comer me planté un perrito caliente, y de milagro, porque es difícil competir con la avidez de según y tipos de señoritas de colegio de monjas y pitiminí de hoy en día. Porque era un gusto ver a una valquiria de metro noventa y categoría crucero echarse cosas para adentro con la misma desenvoltura que un cruzado inglés del siglo XIII. Lo mío siempre fue más el liquido elemento, que era de lo poco bueno que tenía el país. Habían comprado la del cura, que era de las cervezas más flojas de la parroquia. Ni idea del nombre, porque el idioma no había dios que lo echase mano y las cervezas se me clasificaban por el dibujo de la etiqueta: la del cura, la cabra, el casco viquingo. Esta tenía un regordete y bonachón curilla, o monje, de tonsura y toda la pesca, sujetando un par de jarras rebosantes. En seguida me hice amigo del coleguita, no era difícil, que ya nos conocíamos de antes. Para cuando empezó el partido ya iba de mitad para adelante.

Las italianas se cantaron el himno y todo. Muy a lo gallinero, eso si. Yo me hubiese marcado “Suspiros de España”, de la que me sé el principio y era lo que me pedía el cuerpo. Pero no es el himno, ¡Una pena! Me parece más representativo. De las italianas, porque es un dato a tener en cuenta para luego, una estaba con danés y la otra era algo, bastante, tanqueta. Ambas del norte y la tanqueta, por más cuadro, tenía la voz aguardentosa (¡Ay! Sofía Loren que no estás en los cielos, santificado sea tu…). En cuanto al partido. En la vida pensé que fuese como fue. Por supuesto lo vi en ese éxtasis místico que nos da a los del genotipo cuando vemos deportes: gritando como un animal y pegando sentadillas (poniéndome de pie a cada cosa). En los goles el guturalismo llegaba al extremo y seguía amorrado al amigo clérigo, pimpán que nieva.

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