domingo, 8 de septiembre de 2013

El bocadillo de calamares III



El que diga que los alemanes son organizados se columpia un poco. Al menos este lo era por mis… ¡Eso! Después de comer, una hamburguesa que me supo a gloria, llamamos al colega por ver como iba a ser el invento. El tío ni lo cogió. Por suerte sabíamos el lugar de otras aventuras playero-culturales y decidimos plantarnos allí. Previamente hubo tiendas, unas gafas de sol que me salieron caras como ellas solas y  que, con mi ropa negra (ese día iba de negro) me daban pintilla de estrella del country. Cuando llegamos no nos recibió ni el Tato. Alguien del hostal, que por suerte estaba al cabo de la fiesta del bávaro, nos puso en una habitación donde ya estaba esperando otro paisano. Por aquellas no sabíamos ni siquiera el plan.

Al mucho rato el alemán apareció, cansado y con resaca. Había estado en un festival todo el fin de semana y tenía el cuerpo toledano. Nos indicó las habitaciones, separadas por géneros, que el hostal era de una asociación cristiana y a Cristo no le gusta la proximidad física ni la tentación. El que iba conmigo le preguntó dos veces como se iba a hacer para la cena; el alemán, a uvas. Por eso entre unas cosas, esperar, el no saber, el que me parece que si organizas algo te tienes que pringar y sacrificar, el ver como todo dios pasaba mil de todo y que los acontecimientos sociales (especialmente en estado de secano y falta de riego) me hacen sentir incómodo como ninguna otra cosa, y otras se me estaba empezando a poner una leche como un mono.

Propuse a los míos ir a un bar a tomar una cerveza para, por un lado, líbrame un rato de tener que pringar en la fiesta (siempre me acaba tocando), por el otro, ir calentando la ingeniería para luego. Pues se montó. Él quería quedarse a ser sociable con… nadie, porque no había nadie. Ella se puso petarda como solo la novia de otro sabe ponerse porque nadie la hacía caso y no la dejaban ser la que manipulase (en cierto modo no había nada que manipular). Y allí, en la puerta del hostal, estoicamente, me tuve que comer el cuadro de pollo de enamorados. Más de media hora de dramatismo de baratillo en plan “me cojo el tren y me vuelvo para casa” versus “siempre me haces lo mismo, haz lo que te de la gana”. Un detallazo por su parte, tenerme allí al cromo. Por lo menos las gafas de sol sirvieron por primera vez para algo. Me tapaban el mirar de odio que, apoyado en la farola, se me estaba poniendo viéndolos discutir. Todo por una cerveza, ¡Si no hay nada como tener ganas de montarla...! Al final la cerveza fue, solo con ella, que él se quedó a socializarse, en una terraza. Allí me pegue la secuela lógica, el disfrute del drama existencial de una pareja que discute narrado por su protagonista femenina. Algo tan estrógeno como Jane Austen y lo mismo de divertido.

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