domingo, 5 de octubre de 2014

¡Y que vivan los novios, carajo! I



            El trío de tunos fumando apoyados en la barandilla del puente daba pie al tono de toda la escena. Con los trajecillos desabrochados de cualquier manera, las bandurrias en el suelo y esa edad indefinida de todos los tunos de España que transmite de todo menos sensación de juventud, echaban el alma a los pies del más pintado. Tenían el fatalismo bilioso marcado en la cara, como una terna de toreros fracasados matando el rato antes del paseillo en las entrañas de una plaza móvil en cualquier pueblo de cualquiera de las submesetas, planeando el capotazo, capotazo, pescuecera y a otra cosa mariposa de más tarde. Los tres tunos, solamente tres, estaban igual. Podrían haber sido el perdedor grupo salvaje de un western crepuscular creando clima para el duelo final, ese en el que morirían los tres de una manera aceptablemente épica (cosas así son las que hacen grande a un género). Pero no, solamente eran tres cochinos tunos (sin el amparo miserable del número y la cantidad siquiera) que debían acompañar a un novio y su cortejo hasta la iglesia cantando “clavelitos” ¡Con dos cojones! En la entrada del pueblo, donde el trío calavera bostezaba y fumaba, no había nadie más. Los invitados del novio habían llegado antes en el autobús y se habían desperdigado por las calles sin tener ni puta idea de dónde congregarse. Solamente una media docena de amigos  marcaba la distancia con los tunos comentándose los unos a los otros lo estupendos que estaban, de traje y corbata ellos y de vestido y taconazo ellas. Pero era otra mentira. A ellos no les borraba el pelo de la dehesa ni la americana, ni las blancas camisas ya sudadas, ni las satinadas corbatas multicolores a la altura de los huevos. Ellas, con delirios fantásticos en colores, brillos y gasas, no les mejoraba la estampa. Una, con una pamela roja recta, muy de los noventa, y otra con las manos metidas en los bolsillos de una falda de vuelo que le resaltaba el culo gordo, eran muestra evidente. Eso que estaban paradas, los andares de ñandú al borde del esguince grado tres en los tobillos que exhibían en movimiento (los tacones son el corsé de este siglo. Bendita tortura estética) hubieran rematado la zona temática kitch (los tunos ya ponían la polilla). Las parejas de amigos parloteaban admirandose las virtudes y atesorando los defectos para después criticarse a gusto en la intimidad. En esto las campanadas llamando a la iglesia dieron el primer toque y, un minuto después, el novio irrumpió en escena. Venía en un Seat 127 rojo que él, y sus amigos subrayaron, creían todo un clásico de la automoción. Se anunció atronando una bocina a la que le fallaba el fuelle. Los tunos se incorporaron, apuraron el último tiro a la colilla y plantaron el instrumental en tercien. Lo mejor de todo es que cobraban por la faena (faltaría más, aquí ni dios brega gratis) que se disponían a perpetrar de acompañamiento e interpretación.

No hay comentarios: