El trío de tunos fumando apoyados en
la barandilla del puente daba pie al tono de toda la escena. Con los
trajecillos desabrochados de cualquier manera, las bandurrias en el suelo y esa
edad indefinida de todos los tunos de España que transmite de todo menos
sensación de juventud, echaban el alma a los pies del más pintado. Tenían el
fatalismo bilioso marcado en la cara, como una terna de toreros fracasados
matando el rato antes del paseillo en las entrañas de una plaza móvil en
cualquier pueblo de cualquiera de las submesetas, planeando el capotazo,
capotazo, pescuecera y a otra cosa mariposa de más tarde. Los tres tunos,
solamente tres, estaban igual. Podrían haber sido el perdedor grupo salvaje de
un western crepuscular creando clima para el duelo final, ese en el que
morirían los tres de una manera aceptablemente épica (cosas así son las que
hacen grande a un género). Pero no, solamente eran tres cochinos tunos (sin el
amparo miserable del número y la cantidad siquiera) que debían acompañar a un
novio y su cortejo hasta la iglesia cantando “clavelitos” ¡Con dos cojones! En
la entrada del pueblo, donde el trío calavera bostezaba y fumaba, no había
nadie más. Los invitados del novio habían llegado antes en el autobús y se
habían desperdigado por las calles sin tener ni puta idea de dónde congregarse.
Solamente una media docena de amigos
marcaba la distancia con los tunos comentándose los unos a los otros lo
estupendos que estaban, de traje y corbata ellos y de vestido y taconazo ellas.
Pero era otra mentira. A ellos no les borraba el pelo de la dehesa ni la
americana, ni las blancas camisas ya sudadas, ni las satinadas corbatas
multicolores a la altura de los huevos. Ellas, con delirios fantásticos en
colores, brillos y gasas, no les mejoraba la estampa. Una, con una pamela roja
recta, muy de los noventa, y otra con las manos metidas en los bolsillos de una
falda de vuelo que le resaltaba el culo gordo, eran muestra evidente. Eso que
estaban paradas, los andares de ñandú al borde del esguince grado tres en los
tobillos que exhibían en movimiento (los tacones son el corsé de este siglo.
Bendita tortura estética) hubieran rematado la zona temática kitch (los tunos
ya ponían la polilla). Las parejas de amigos parloteaban admirandose las
virtudes y atesorando los defectos para después criticarse a gusto en la
intimidad. En esto las campanadas llamando a la iglesia dieron el primer toque
y, un minuto después, el novio irrumpió en escena. Venía en un Seat 127 rojo
que él, y sus amigos subrayaron, creían todo un clásico de la automoción. Se
anunció atronando una bocina a la que le fallaba el fuelle. Los tunos se
incorporaron, apuraron el último tiro a la colilla y plantaron el instrumental
en tercien. Lo mejor de todo es que cobraban por la faena (faltaría más, aquí
ni dios brega gratis) que se disponían a perpetrar de acompañamiento e
interpretación.
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