domingo, 19 de octubre de 2014

El pelotazo


 
            Desde que se le terminó el contrato, la verdad sea dicha, no salía mucho de casa. Mientras esperaba que el futuro trajese buenas cartas, prefería matar buenamente los días evadiéndose, entre la nausea y la desidia cada vez mayor, a través de la ventanita en pulgadas de Internet en la pantalla de su portátil. De cualquier manera en el exterior, más allá de la ventana (real) del cuarto, tampoco había mucho que moviese a salir, a convivir, a mezclarse con lo humano. En el trabajo ya lo había hecho bastante y, además, bien, dignamente, pensaba. Entonces había reprimido satisfactoriamente (para el desempeño, no para él como persona, que tanto como eso le traía por el culo) la necesidad de soledad, la satisfacción como individuo, que era el contexto en el que mejor se desenvolvía y en el que más a gusto se sentía. Además, ¿Para qué salir?  El pueblo, su gente, su miseria y esa capacidad corrosiva para el espíritu forzaban a guarecerse de él, más que el mal tiempo, encerrándose en casa.

            Por eso le pilló en bragas la noticia, el rumor. Fue un sábado por la mañana. Recién levantado, con el desayuno. Su madre le contó lo que a ella le había transmitido un vecino al ir a por el pan. Resultaba que toda la aldea estaba ardiendo con el cotilleo. Sin saber muy bien ni cómo, ni dónde, ni cuando, alguien había propagado que él había pegado un pelotazo: le había caído una primitiva de (variando las estimaciones del vulgo) tres a nueve millones de euros. ¡Hostias! ¡Qué alegrón! Y, a todo esto, él sin enterarse. Por esas cantidades, de haber sido cierto, se hubiese permitido atragantarse con el café y las galletas. Como solamente eran imaginarias, simplemente se descojono. La parida le puso de buen humor, a saber por qué.

            La capacidad deductiva del pueblo era, como mínimo, alucinante. Le adjudicaban a un tío un pelotazo de miles de millones de las antiguas pesetas en base a la nada. Sin gastos de esos que generan sospecha y suspicacia (un coche, algún inmueble, viajes…), sin siquiera ver y tratar al interesado, le habían calzado una leyenda fabulosa. Movía a lo cómico, por eso se pasó todo el día soltando chorradas sobre su fortuna imaginada. Por la tarde, ya cansado, con la resaca de lo que ha perdido la gracia por agotamiento, se puso la ropa de faena (unos pantalones viejos y una chaqueta con agujeros en las costuras) y fue a echarle de comer al perro. Como ya era de noche no se cruzó con nadie. Lo último que pensó del tema fue que debía comprarle al chucho un collar cantoso y brillante ahora que le sobraba el efectivo. Lo hizo mientras le llenaba el comedero con un pienso desmenuzado, casi polvo, que parecía tierra y lo llenaba el cuenco del agua. Joder, no eran labores para un millonario, y menos mal que el perro no se había cagado y no hubo que recoger nada.

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