domingo, 14 de septiembre de 2014

El chico de los flyers II





            La noche concertada fue con sus diez minutitos de anticipación, muy formal y preparado para la faena. En la calle, a la puerta de la entrada del evento (una obra de teatro popular al aire libre que congregaba a la comarca entera entre participantes -disfrazados de raso cutre y plasticorro-  y allegados) se aculó contra una pared viendo pasar a los extras y las primeras personalidades. Así mató el rato sin soltar un solo flyer, porque no veía como colocárselos a los que se cruzaban por delante y le daban reparo el par de municipales que entorpecían el tráfico en la calle, frente a él. De repente aparecieron los que le habían “contratado”. Tenían otra cosa que hacer en el evento, también como freelance. Eso le obligó a ponerse las pilas. Tras saludar y hacerse el aparecido se plantó en todo el medio a hacer el chorras y ganarse el sueldo.

            Las primeras personas que abordó le rechazaron de plano. Algunas viejas veraneantes le preguntaros muy preguntado el qué regalaba. Los unos por los otros, todos tenían una razón para no coger la cartulina de los huevos: la oferta en sí, que era para un negocio del pueblo de al lado, noes directos y secos… De todo había, y con cada desprecio él se venía un poco más abajo. Cierto es que debía haber despersonalizado, comprender que la oferta era una mierda para el público al que debía presentársela (un cochino descuento en un spa piojoso a catetos que se hubiesen interesado mucho más -¡Donde va a parar!- con algo gratis que echar al gañote, aunque hubiese sido un plato de heces). En uno de los “no” secos, directos como una hostia, lleno de desprecio, se hartó. ¡A tomar por el culo bicicleta! Los “jefes” ya le habían visto. Ahora solo sería cuestión de comentarles las negativas de la gente y que endosó los que pudo. Total, nadie lo estaba vigilando (se aseguró de ello). Arrancó calle arriba sin ofrecer uno más, hasta las pelotas, buscando el coche para sentarse en él y esperar. En algunas esquinas y rincones, disimulada y menos disimuladamente, tiró algunos descuentos por el suelo. Con suerte el aire y el trasiego de personal los esparciría sentando coartada. Fue un exceso, un gesto a la galería. Nadie se preocuparía nunca de la eficacia de la campaña y su desempeño.

            En el coche estuvo una hora mirando pasar la gente por los retrovisores. Cuando la modorra y el aburrimiento le pidieron largarse de una puta vez para casa, aun tuvo la “profesionalidad” de darse un bureo a la obrilla de teatro. La gente ya estaba dentro y, aunque los buscó, no olió rastro de los patrones. Así pues fichó la salida, que ya tocaba. Antes de acostarse mandó un sms dando un parte completamente inventado. La noche siguiente fue peor, si siquiera se sacó el taco de flyers del bolsillo (aunque tuvo la decencia de ir y darse otra aburrida vuelta). A mediados de la semana siguiente se pasó a cobrar (como el primero) y nadie dijo nada de nada y aquí paz, y después gloria. Ese día, como todos los de cobro, fue uno de los buenos.
 


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