domingo, 24 de agosto de 2014

La mortaja del abate Faria I



            Cada tarde, a eso de las tres y media, más o menos, le entraba el gusanillo nervioso. Era el momento en que se consentía la dosis de ilusión (de sombra, de ficción…), en el que, sin represiones del ego supersticioso y fatalista, pensaba “hoy será”. Eso lo espabilaba de la rutinaria cabezada, babeante y desnucada, que se plantaba entre pecho y espalda nada más terminar de comer (digiriendo, que es gerundio). También por eso iba de otro animo al tajo, con algo parecido a ganas y abriendo diez minutos antes de la hora. Todo para montar lo antes posible el portátil en el escritorio. Encendía el aparato impaciente, expectante. El bicho, que ya estaba para el arrastre y cascado como la puta que lo parió, indefectiblemente ratebaba. Remoloneaba un buen par de minutos cargando las mierdas escondidas en el disco duro, conectándose a la red wifi, actualizando sus pequeños componentes… Era como un viejo desperezándose torpe. Entretanto, y por no estampar la máquina contra un tabique, él colocaba los útiles de su oficio: documentos, bolígrafos y demás utilería de papelería. Simultáneamente abría sus páginas omnipresentes, la del perfil social donde nunca sucedía nada y la del correo electrónico. De esta última dependían los trajines de esperanza que el pobre pringado se traía cada tarde. Debían contestarle (si es que terminaban por hacerlo) sobre una solicitud que había mandado. Era una respuesta que encauzaría su futuro al máximo plazo que era capaz de concebir, seis meses (como está la cosa, no es moco de pavo eso de planear a seis meses vista…). Por eso seguía pautas infantiles de “quiero verlo pero no quiero” hasta hacer click en la pestaña y comprobar que, una tarde más, solamente tenía algún puto spam de mierda en la cuenta, y nada más. ¡Pobre panoli!

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