domingo, 14 de diciembre de 2014

Las meditaciones metafísicas del Señor Mono III



Llegó el invierno. Uno de ellos cogió un catarro. En comunión se lo trasmitió a todos sin excepción. Todos se curaron a los pocos días, menos el abuelo. Éste continuó exhibiendo síntomas y molestias, terribles según él mismo, durante los meses siguientes. ¿Por qué llamaba la atención con ellos si su actitud general era la de a quien le da lo mismo todo, estar aquí o allí, ser o no ser? La respuesta será siempre un enigma. El viejo tosía, escupía y le dolía el cuerpo entero hasta conseguir algo de caso. Quizás fuese eso…

            Un domingo, un aburrido (como los domingos suelen) domingo, la madre (única persona en el hogar con suficiente autoridad para adoptar ese tipo de decisiones unilateralmente) cedió al chantaje emocional del “¡Estoy mal! - ¿Qué le duele, padre? - ¡Todo!” y lo llevaron al centro de salud. En el centro de salud el doctor de guardia, teniendo un exótico comportamiento de dedicación que desmentía el contexto “de guardia” un domingo por la tarde (o quizás por eso mismo y pasarle así la pelota a otro) ordenó ingresarle en el hospital para una exhaustiva exploración. Se acababa de abrir el bote de la mierda. Bueno, digamos mejor que el bote de la mierda ya estaba abierto y que entonces, por primera vez, empezaron a entreoler su tufo.

            La semana que el viejo estuvo ingresado fue un infierno para todos. Mientras al anciano lo practicaban una batería de pruebas, la madre, en su abnegado rol de redentorista, se tiraba los días y las noches en el hospital. Para dramatizarlo más, apenas comió ni durmió nada en ese periodo. Con ello acentuaba la proyección al mundo de su preocupación absoluta. Fue una actitud sumamente inteligente en un momento en el que lo que se pedía era, al contrario de esas chorradas de salvapatria, utilidad y sentido práctico. El resto se apañó como pudo, aprendiendo un ejemplo más de que el egoísmo es el motor que mueve al que medra. El viejo mientras tanto estaba feliz siendo el centro, obligando a todo el colectivo, tiranizando a los demás en la línea editorial que ordenaba que sus síntomas de catarro estaban por encima del resto: puestos de trabajo, horario, vidas… Nadie se imaginaba que fuese algo grave, aunque la gravedad no era una coyuntura descabellada en el transcurso habitual de una vejez. Tantas veces había venido el lobo antes, y las motivaciones individuales de la madre y del anciano en el asunto eran tan intrínsecamente impostadas e individualistas (ambos satisfaciendo sus egos), que el resto se hubo de volver cínico en legitima defensa.

            Al final de esa semana les comunicaron los resultados. Era la receta definitiva. Al abuelo, según las previsiones del equipo médico, le quedaban unos dos meses. La “noticia” la supo todo el grupo familiar rápidamente, todos menos el afectado. ¿De qué hubiese servido contárselo? A él se le colocó una mentira (quizás la coletilla “piadosa” esté mejor puesta aquí que nunca) ambientada con sesiones en una maquina de oxigeno.

            En su regreso a casa lo instalaron en el comedor, feudo del Señor Mono. Aunque pudiera parecer que era una manera de arrinconarlo, de apartarlo en el trance para evitar la difícil conversación, y convivencia, con alguien que ya no es, que solo está difiriendo un instante (el último) ya concretado, no era así. No esquivaban la significación de la desesperanza. Al contrario, era un detalle, era incluirlo en el espacio más exclusivo y señalado del hogar. Allí trasladaron un butacón y una mesa camilla en la que el anciano apoyaba los codos sobre el hule floreado. Allí continuó como antes de la revelación de la verdad, haciendo una vida (o  anti-vida) más propia de un tiesto que de un humano. No era una novedad (aunque el diagnostico pretendiese matizar de eso algo ya establecido de antemano), solo la suave progresión de la desidia, de la decadencia, la derrota y el hundimiento.

De vez en cuando, cada día, se cruzaban la mirada vacía, casi bobina, del silencioso viejo con los ojillos de plástico vidriado del Señor Mono. No se decían nada porque, realmente, nada tenían que decirse. El Señor Mono, discreto como siempre, se guardaba mucho de dar su opinión. Tampoco es que nadie se la pidiera. Estaban todos muy ocupados con asuntos más apremiantes.

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