Llegó el invierno. Uno de ellos cogió un catarro. En comunión se lo
trasmitió a todos sin excepción. Todos se curaron a los pocos días, menos el
abuelo. Éste continuó exhibiendo síntomas y molestias, terribles según él
mismo, durante los meses siguientes. ¿Por qué llamaba la atención con ellos si
su actitud general era la de a quien le da lo mismo todo, estar aquí o allí,
ser o no ser? La respuesta será siempre un enigma. El viejo tosía, escupía y le
dolía el cuerpo entero hasta conseguir algo de caso. Quizás fuese eso…
Un domingo, un aburrido (como los
domingos suelen) domingo, la madre (única persona en el hogar con suficiente
autoridad para adoptar ese tipo de decisiones unilateralmente) cedió al
chantaje emocional del “¡Estoy mal! -
¿Qué le duele, padre? - ¡Todo!” y lo llevaron al centro de salud. En el
centro de salud el doctor de guardia, teniendo un exótico comportamiento de
dedicación que desmentía el contexto “de guardia” un domingo por la tarde (o
quizás por eso mismo y pasarle así la pelota a otro) ordenó ingresarle en el
hospital para una exhaustiva exploración. Se acababa de abrir el bote de la
mierda. Bueno, digamos mejor que el bote de la mierda ya estaba abierto y que
entonces, por primera vez, empezaron a entreoler su tufo.
La semana que el viejo estuvo
ingresado fue un infierno para todos. Mientras al anciano lo practicaban una
batería de pruebas, la madre, en su abnegado rol de redentorista, se tiraba los
días y las noches en el hospital. Para dramatizarlo más, apenas comió ni durmió
nada en ese periodo. Con ello acentuaba la proyección al mundo de su
preocupación absoluta. Fue una actitud sumamente inteligente en un momento en
el que lo que se pedía era, al contrario de esas chorradas de salvapatria,
utilidad y sentido práctico. El resto se apañó como pudo, aprendiendo un
ejemplo más de que el egoísmo es el motor que mueve al que medra. El viejo
mientras tanto estaba feliz siendo el centro, obligando a todo el colectivo,
tiranizando a los demás en la línea editorial que ordenaba que sus síntomas de
catarro estaban por encima del resto: puestos de trabajo, horario, vidas… Nadie
se imaginaba que fuese algo grave, aunque la gravedad no era una coyuntura descabellada
en el transcurso habitual de una vejez. Tantas veces había venido el lobo antes,
y las motivaciones individuales de la madre y del anciano en el asunto eran tan
intrínsecamente impostadas e individualistas (ambos satisfaciendo sus egos),
que el resto se hubo de volver cínico en legitima defensa.
Al final de esa semana les
comunicaron los resultados. Era la receta definitiva. Al abuelo, según las
previsiones del equipo médico, le quedaban unos dos meses. La “noticia” la supo
todo el grupo familiar rápidamente, todos menos el afectado. ¿De qué hubiese
servido contárselo? A él se le colocó una mentira (quizás la coletilla
“piadosa” esté mejor puesta aquí que nunca) ambientada con sesiones en una
maquina de oxigeno.
En su regreso a casa lo instalaron en
el comedor, feudo del Señor Mono. Aunque pudiera parecer que era una manera de
arrinconarlo, de apartarlo en el trance para evitar la difícil conversación, y
convivencia, con alguien que ya no es, que solo está difiriendo un instante (el
último) ya concretado, no era así. No esquivaban la significación de la
desesperanza. Al contrario, era un detalle, era incluirlo en el espacio más
exclusivo y señalado del hogar. Allí trasladaron un butacón y una mesa camilla
en la que el anciano apoyaba los codos sobre el hule floreado. Allí continuó
como antes de la revelación de la verdad, haciendo una vida (o anti-vida) más propia de un tiesto que de un
humano. No era una novedad (aunque el diagnostico pretendiese matizar de eso
algo ya establecido de antemano), solo la suave progresión de la desidia, de la
decadencia, la derrota y el hundimiento.
De vez en cuando, cada día, se cruzaban la mirada vacía, casi bobina, del
silencioso viejo con los ojillos de plástico vidriado del Señor Mono. No se
decían nada porque, realmente, nada tenían que decirse. El Señor Mono, discreto
como siempre, se guardaba mucho de dar su opinión. Tampoco es que nadie se la
pidiera. Estaban todos muy ocupados con asuntos más apremiantes.
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