Testigo de todo, cronista casi,
ahora asistía al último cuadro costumbrista del hogar. Durante el último año la
guadaña había pegado en la casa llevándose al otro barrio lo que iba tocando
por lista. La abuela, en un proceso natural, inevitable, se consumió hasta
morir, pacíficamente, cuando la fueron a acostar una noche. No había que
tomárselo como algo traumático, como una tragedia, en base a la edad de la
anciana y del proceso espaciado en meses enteros de deterioro y semanas
agonizando, luchando literalmente por cada bocanada de aire con ruidos
animales y terrores nocturnos (a pesar
de la senilidad, sabía lo que estaba llegando).
En contra de la fatalista lógica, a la madre le afectó este deceso como
un golpe atroz e inesperado, como un estigma al alma que impidió un duelo
normal, que abortó la transición del dolor a la rutina. Pero ese es otro tema.
Algo que puede que tuviera relación con lo que pasó después. Lo más inmediato
tras el entierro, el cambio más concreto y significativo, fue que el recién
enviudado abuelo se mudó a la casa. Así se cuidaba de los viejos antes. Progresivamente
se los encastraba en un hueco de la normalidad (manteniendo la debida
reverencia sumisa a su senectud), se los encamaba, se los asía de la mano con
toda la teatralidad cuando el momento concurría y se les velaba en casa para
regocijo de vecinos, curiosos impertinentes y carroñeros. En el tiempo del que
estamos narrando, cuando el viejo se trasladó con los demás (incluido el Señor
Mono), los hospitales y las residencias geriátricas introducían factores
determinantes en la ecuación. En esta familia, inducidos por la madre,
obligados por sus escrúpulos morales, se optó por el modo tradicional. No
valoraremos cual de las dos alternativas es más ética, o cual daña más la
estructura de la ficción familiar. El abuelo vivía con ellos, ese es el hecho.
Durante todo ese año la vida se
adaptó al abuelo como prioridad. Todos condicionaron sus existencias a la
integración del anciano y a la continua genuflexión que sus canas merecían. El
viejo, si hubiese querido, hubiera alcanzado un transcurrir diario digno, con
todo solucionado, con posibilidades de ocio, con todas las actividades al
alcance de la mano listas para su disfrute. Pero no, él prefirió la desidia
absoluta, gastar los minutos dormitando cabezadas en el sillón de la cocina y
las noches en vela incordiando con ruiditos y visitas al excusado más
artificiales que necesarias. Para cualquier cosa (como que saliese a la calle a
dar un paseo, o que fuese al hogar del pensionista a tomar café y echar una
partida por la tarde) había que insistir, arrastrarlo. Él no se agarraba a la
vida y para los demás era cada vez más agotador cargar con lo suyo y lo de del
abuelo. Quiero pensar que los luchadores, los tipos que no bajan las manos
jamás aunque se sepan sometidos, son los últimos héroes que le quedan al mundo
y por eso se los debería apreciar más. El viejo no era, para nada, uno de
ellos. Él solamente esperaba el final mirando las paredes desde el sofá,
negándose a todo, apático, deteriorándose físicamente a pasos agigantados por
la pereza, muriéndose de incuria; eso con un enjambre familiar alrededor
intentando tirar de él, enfrentarse con épica y auto-engaño, a las arrolladoras
fuerzas de la naturaleza, el tiempo y la misma cobardía existencial del
anciano.
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