domingo, 7 de diciembre de 2014

Las meditaciones metafísicas del Señor Mono II



            Testigo de todo, cronista casi, ahora asistía al último cuadro costumbrista del hogar. Durante el último año la guadaña había pegado en la casa llevándose al otro barrio lo que iba tocando por lista. La abuela, en un proceso natural, inevitable, se consumió hasta morir, pacíficamente, cuando la fueron a acostar una noche. No había que tomárselo como algo traumático, como una tragedia, en base a la edad de la anciana y del proceso espaciado en meses enteros de deterioro y semanas agonizando, luchando literalmente por cada bocanada de aire con ruidos animales  y terrores nocturnos (a pesar de la senilidad, sabía lo que estaba llegando).

En contra de la fatalista lógica, a la madre le afectó este deceso como un golpe atroz e inesperado, como un estigma al alma que impidió un duelo normal, que abortó la transición del dolor a la rutina. Pero ese es otro tema. Algo que puede que tuviera relación con lo que pasó después. Lo más inmediato tras el entierro, el cambio más concreto y significativo, fue que el recién enviudado abuelo se mudó a la casa. Así se cuidaba de los viejos antes. Progresivamente se los encastraba en un hueco de la normalidad (manteniendo la debida reverencia sumisa a su senectud), se los encamaba, se los asía de la mano con toda la teatralidad cuando el momento concurría y se les velaba en casa para regocijo de vecinos, curiosos impertinentes y carroñeros. En el tiempo del que estamos narrando, cuando el viejo se trasladó con los demás (incluido el Señor Mono), los hospitales y las residencias geriátricas introducían factores determinantes en la ecuación. En esta familia, inducidos por la madre, obligados por sus escrúpulos morales, se optó por el modo tradicional. No valoraremos cual de las dos alternativas es más ética, o cual daña más la estructura de la ficción familiar. El abuelo vivía con ellos, ese es el hecho.

            Durante todo ese año la vida se adaptó al abuelo como prioridad. Todos condicionaron sus existencias a la integración del anciano y a la continua genuflexión que sus canas merecían. El viejo, si hubiese querido, hubiera alcanzado un transcurrir diario digno, con todo solucionado, con posibilidades de ocio, con todas las actividades al alcance de la mano listas para su disfrute. Pero no, él prefirió la desidia absoluta, gastar los minutos dormitando cabezadas en el sillón de la cocina y las noches en vela incordiando con ruiditos y visitas al excusado más artificiales que necesarias. Para cualquier cosa (como que saliese a la calle a dar un paseo, o que fuese al hogar del pensionista a tomar café y echar una partida por la tarde) había que insistir, arrastrarlo. Él no se agarraba a la vida y para los demás era cada vez más agotador cargar con lo suyo y lo de del abuelo. Quiero pensar que los luchadores, los tipos que no bajan las manos jamás aunque se sepan sometidos, son los últimos héroes que le quedan al mundo y por eso se los debería apreciar más. El viejo no era, para nada, uno de ellos. Él solamente esperaba el final mirando las paredes desde el sofá, negándose a todo, apático, deteriorándose físicamente a pasos agigantados por la pereza, muriéndose de incuria; eso con un enjambre familiar alrededor intentando tirar de él, enfrentarse con épica y auto-engaño, a las arrolladoras fuerzas de la naturaleza, el tiempo y la misma cobardía existencial del anciano.

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