Era mucho más divertido cuando
todavía teníamos mañanas Iggy Pop. Entonces te despertabas hecho una puta
mierda, un sub-humano dolorido y desnudo, pero era mejor ¡Hostias, si que era
mejor! Incluso con la peste en el cuarto, la ropa desparramada por el suelo, el
malestar general (un dolor silencioso que te inundaba entero jodiéndote vivo),
las arcadas con poso ácido a bilis, los consiguientes vómitos miserables de
jugos estomacales diluyendo restos descompuestos de bebida, la fría y lúcida
depresión, la tristeza de las promesas de mierda (y enmienda), la lacerante
soledad (paradójicamente, , cuando una de las mañanas Iggy Pop, milagrosamente,
venía con compañía, el asco se multiplicaba, estallaba encarnándose en
conjeturas para pode restar solo y en paz, para cabecear sueños cortos y
masturbarte compulsivamente arrebañando descargas sexuales de endorfinas que
mitigasen el padecer)…
He mencionado las pajas. Eso era lo
primero de cada mañana Iggy Pop. Me sacudía frenéticamente la polla en un
alucinado estado de conciencia en el que se mezclaban sueño, recuerdos mórbidos
de la noche anterior, dolor, ansia y una progresiva consciencia hacia la penosa
realidad. Y durante los mínimos segundos de la eyaculación todo volvía a su
orden. Después, en todo el día, dormía intermitentemente, me la volvía a cascar
unas cuantas veces, recogía la habitación con calma, prenda a prenda, y la
ventilaba del tufo a muerto y etilo exudado, visitaba el váter a
des-envenenarme de cualquiera de los modos posibles en un váter, me vestía de
yonki (descalzo, con algún chándal, sin camiseta…), malcomía cualquier despojo
que hubiese en la nevera (un puñado de espaguetis cocidos y aliñados con sal,
aceite y la primera hierba de olor-sabor que trabase por la encimera eran todo
un clásico en esas mañanas. La opulencia en esos momentos tiraba más por un
arroz a la cubana con dos huevos fritos cuya grasa empapase a gusto mi ponzoña
orgánica y un brick de zumo multifruta si reunía los cojones suficientes para
ir al supermercado a por uno). Todos esos quehaceres domésticos se consumían el
día entero mientras los compaginaba con respirar y meditar desde lo más hondo
de las recurrentes jaquecas sobre lo divino, lo humano y la alienante
información contenida en mi memoria a corto plazo respecto de la noche pasada.
Llegaba siempre el momento en el que, intentando que el cráneo no me
reventase, me duchaba por fin. Lo hacía con agua fría, vigorizante, una puta
tortura; para salir renacido, bautizado, tembloroso y límpio, con la auto-significación
como ser humano recién recuperado.
Eso no terminaba con el dolor. Este seguía acompañándome hasta el final.
Simplemente se atenuaba contentándose con el abotargamiento sensorial. La plena
recuperación, la reconquista del bienestar físico elemental, llegaban la mañana
siguiente, cuando abría los ojos legañosos y solo podía pensar en la cojonudas
sensación de la anestesia. Pero entonces ya no eras como Iggy Pop en una de sus
mañanas. Solo era otra mañana del montón, sin nombre ni apellidos.
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