Ha sido cuando volvía, en el metro,
de cerrar la vuelta del billete de autobús. Él estaba en el pasillo del
transbordo, más o menos por la mitad, mimetizado en el ajedrezado naranja y
blanco (con pátina de roña a discreción y por doquier) de los baldosines del
túnel. Al principio no lo vi, sólo escuchaba su guitarra acústica (era de la
familia zoológica del mendigo con talento, del pobre artístico). Se guarecía
bajo uno de los tramos de escaleras que ondulaban el interminable pasillo. Su
trampa consistió en cambiar la canción y que la nueva parecía, sonaba, como el
principio de “Nothing else matters”. Pensé, ¡Hostia, qué punto!
Inmediatamente calculé si apretarle
una de veinte céntimos (por casualidad, tenía chatarra en la cartera para
financiar mi aventura filantrópica). Si hubiese sido “Nothing else matters” lo
hubiera hecho. Y no me habría pesado en absoluto (al menos en caliente. En
frío, el cabrón famélico de las buenas ideas que habita en una de las chabolas de
mi alma suele aniquilar, fácilmente y sin compasión ninguna, los arrebatos
sentimentales como éste). Conforme me aproximé (yo a él y la canción a algo más
que la entradilla) se destapó que no era “Nothing else matters”. Solo era un
punteo de guitarra mansito, uno normal y corriente, uno perfecto para ser
interpretado, bajito, por el guitarrista del coro durante la consagración de la
misa dominical en un internado (aforo completo de padres y farsa en modo on)
¡Joder colega, con lo que prometía! Te quedaste sin (mis) veinte céntimos
¡Menos mal!
Continúe en el suburbano hasta mi
parada. Allí, como había un supermercado cerca y estaba sufriendo un brutal
ataque de gula, me gaste la moneda (con otras tantas) en bollería industrial;
la más insana, dulce, coloreada y (resumiendo) guarra de toda la sección de
desayuno. Me zampé ansioso los pastelillos, por la calle, lamiendo el
envoltorio, mientras subía a casa.
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