domingo, 23 de noviembre de 2014

Nothing else matters III



            ¿Por qué me acordaré ahora del mendigo? ¡Ni zorra! Algo habrá que hacer. El reloj del principio del pasillo, además de “ocho grados” (deduzco que será la temperatura exterior, porque dentro estoy agobiado respirando un gas humano espeso como la niebla del Mar del Norte – incluye su ración de pedos, alguno mío también – y sudando un moco espesote que arraiga rápidamente en mi ropa), marca las veintitrés cuarenta y nueve. Casi media noche, hora de brujas, apariciones y el paranormal coño de su prima. No llegaré hasta las diez y cuarto de la mañana. Me espera una noche cojonuda, una perfecta noche de perdedor en el medio de transporte de los perdedores: un autocar de línea. Como colofón a la estampa, el autobusero escucha un programa de radio teóricamente gamberro, fresco y desenfadado en el que ahora mismo divulgan, verdad teológica, que un condón no se debe usar dos veces aunque en la primera no dispares. Los viejos alrededor mía no se escandalizan por ello entre sus babeantes cabezadas. Una pena, sería más divertido que lo hiciesen, mi vieja mejoraría un poco con es pizca de humor costumbrista.

            También sería mejor si yo mismo estuviese borracho. Así iría anestesiado, dormido o inconsciente. Desde el punto de vista más inmediato, sería absolutamente feliz (al menos momentáneamente). Pero ya no bebo. Lo dejé por pereza, porque sacaba a la luz mi mejor versión. Desde entonces mi vida es más sana, también más triste. Compenso su añoranza comiendo, abriendo otra chocolatina energética de cereales. Traigo un cargamento en la mochila. Alijo del que no habrá ni migas por la mañana, antes incluso, en un rato. Más adelante, de vuelta a la rutina, compensaré esta bulímica compensación con diario ejercicio físico carcelario y limitación estricta de ingestas. Mi vida, definitivamente, es más pobre desde la última cerveza. Los bordes saludables de los saludables granos de cereal de la saludable barrita me arañan por todo el paladar. Trago una y abro otra. Ya estoy lleno. No importa.

            Llegamos a una estación de servicio en medio de la nada. Hacemos una parada programada de veinte minutos. Las viejas salen en estampida a orinar peleándose por ser las primeras. Yo también voy al retrete, para no ser menos. En la explanada huele a una mezcla entre los cebaderos de animales alrededor y a lluvia recién caída. Estaría bien hacer el viaje con lluvia. Sería más soporífero, más narcótico, más llevadero.

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