¿Por qué me acordaré ahora del
mendigo? ¡Ni zorra! Algo habrá que hacer. El reloj del principio del pasillo,
además de “ocho grados” (deduzco que será la temperatura exterior, porque
dentro estoy agobiado respirando un gas humano espeso como la niebla del Mar
del Norte – incluye su ración de pedos, alguno mío también – y sudando un moco
espesote que arraiga rápidamente en mi ropa), marca las veintitrés cuarenta y
nueve. Casi media noche, hora de brujas, apariciones y el paranormal coño de su
prima. No llegaré hasta las diez y cuarto de la mañana. Me espera una noche
cojonuda, una perfecta noche de perdedor en el medio de transporte de los
perdedores: un autocar de línea. Como colofón a la estampa, el autobusero
escucha un programa de radio teóricamente gamberro, fresco y desenfadado en el
que ahora mismo divulgan, verdad teológica, que un condón no se debe usar dos
veces aunque en la primera no dispares. Los viejos alrededor mía no se
escandalizan por ello entre sus babeantes cabezadas. Una pena, sería más
divertido que lo hiciesen, mi vieja mejoraría un poco con es pizca de humor
costumbrista.
También sería mejor si yo mismo
estuviese borracho. Así iría anestesiado, dormido o inconsciente. Desde el
punto de vista más inmediato, sería absolutamente feliz (al menos
momentáneamente). Pero ya no bebo. Lo dejé por pereza, porque sacaba a la luz
mi mejor versión. Desde entonces mi vida es más sana, también más triste.
Compenso su añoranza comiendo, abriendo otra chocolatina energética de
cereales. Traigo un cargamento en la mochila. Alijo del que no habrá ni migas
por la mañana, antes incluso, en un rato. Más adelante, de vuelta a la rutina,
compensaré esta bulímica compensación con diario ejercicio físico carcelario y
limitación estricta de ingestas. Mi vida, definitivamente, es más pobre desde
la última cerveza. Los bordes saludables de los saludables granos de cereal de
la saludable barrita me arañan por todo el paladar. Trago una y abro otra. Ya estoy
lleno. No importa.
Llegamos a una estación de servicio
en medio de la nada. Hacemos una parada programada de veinte minutos. Las
viejas salen en estampida a orinar peleándose por ser las primeras. Yo también
voy al retrete, para no ser menos. En la explanada huele a una mezcla entre los
cebaderos de animales alrededor y a lluvia recién caída. Estaría bien hacer el
viaje con lluvia. Sería más soporífero, más narcótico, más llevadero.
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