domingo, 7 de julio de 2013

El forastero I


              Su puta madre que calor hace. Se funden las paredes, se respira brea y uno se pasa el día entero chorreando sudor como un marrano sin importar lo que ande haciendo: estar delante del ordenador, dormir entre sábanas que parecen mantas polares o tirarse en el sillón viendo la tele como un perro en un sombrajo. De cualquiera de las maneras las pasas putas y un barniz pegajoso, húmedo y caliente te brilla por la piel condensándose en gotas. El verano en el sur interior no hace gracia. La gente se apaña como buenamente puede, bebiendo gaseosa con hielo y una rodaja de limón, bañándose en estanques y piscinas naturales en cada riachuelo o dándose aire con un paipai. Por eso no es físicamente posible lo de esa vieja. Con dos cojones está sentada en una silla plegable de camping, orientada al sudoeste en el tendido de sol, enlutada, a las seis de la tarde y su única protección es una mano haciendo de visera sobre los ojos y un cartón recortado de un pack de bricks de leche como abanico. Eso es tenerlos bien puesto, si señor. Cuando por la plaza no pasan ni las golondrinas no sea que se incendien espontáneamente por el roce con la inflamable atmósfera, ochenta y tantos o noventa años de vieja se comen la canícula sin pestañear siquiera. Quizás hace esto porque está chocha, quizás con lucida fe en el refranero y los dichos populares fía en lo de que los niños se mueren en agosto y los viejos en enero (para sobrevivir a los eneros esconde bajo la manga un comodín infalible, su brasero de picón asfixiante en la pesa camilla). Sea como sea ella es el único rasgo de vida en todo el pueblo, encerrado hasta que al dios sol se le quite la mala hostia.

            En cambio durante las noches la situación cambia por completo. Como insectos nocturnos que vivan bajo las piedras, todas las almas del pueblo, al caer la tarde y comenzar a oscurecer, se echan a la calle ansiosos. Los adultos despellejan a los vecinos en corrillos, los críos corren chillones y los adolescentes, esa tribu, se disimulan por las afueras para pelar la pava y tontear. Parece poca cosa (lo es) pero los recursos no dan para más incluso con la irrupción de la telefonía móvil y las redes wifi. Los veraneantes van a los pueblos y confunden eso con el calor humano y la cercanía que falta en las ciudades. Se equivocan. Hay esto porque no quedan más pelotas. Cuantos pueblerinos si se les diera a elegir, no cambiarían su situación por anonimato, bares, cines y el precioso sonido de las máquinas que riegan las calles de madrugada. Pero a los forasteros esto les mola, porque lo viven poco rato y se lanzan a los usos de aldea como lobos. Eso le pasó al pobrecillo de nuestro protagonista, que con las normas de la ciudad, se la dan con queso.

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