domingo, 3 de marzo de 2013

El curso de limpieza (práctica) II



            Sudan. Los que están más gordos son más ostentosos. Hasta les corren goterones por la cara y los mofletes. Respiran fuerte y hablan por rachas. Comentos en los que arañan un minuto de pausa. Después siguen apretando en la lenta y ancha carrera de caracoles. Están repartidos por diferentes habitaciones, en grupos de cuatro o cinco. Así la profesora se evita la papeleta de quedarse en el mismo lugar y, o mandarles desde el pedestal impoluta, o empatizar con los desarrapados y tirarse a fregar su cachito de línea. Eso la haría más estimada, pero no todos son favorables a la doctrina Aníbal, que comía y sobaba con su tropa.

Algunos han evitado el suelo y están con las cristaleras y una vara larga acoplada con el escurridor en una punta. Aunque  trabajen de pie no es mejor cometido que el otro. Las ventanas no salen a la primera y, tras tres o cuatro pasadas, cuándo cualquier pequeño fallo resplandece en la transparencia del vidrio, éste los delata y deben comenzar otra vez desde el principio. Si estar de rodillas jode las mismas, mover la “garrocha” deja la espalda lista de papeles. Otros mudan los  muebles y apartan los trastos para la estancia siguiente. Eso le ofrece coartada a la profesora. Muy cuca mariposea de uno a otro piquete. Se muestra puntillosa aquí, allá, y con el relajado paseíto se le hacen los días. Siempre hubo clases. La llaman por teléfono. Es otra de las excusas que inventa para no hacer. Llamadas de las que es tanto agente activo como pasivo. A la calle con ellas. Cuarto de hora de una, diez minutos de otra. ¡Que sobrevalorada está la coordinación. Para algo tan simple como adecentar esto, se podrían haber organizado perfectamente entre los alumnos solos, el resultado hubiese sido primo hermano, se ahorrarían un mando intermedio que mata las horas cascando por el móvil y, total, nadie va a evaluar el resultado final.

Eso es lo que pasa. A la niña que, es la primera vez que Horrora Butrón se fija en ese detalle, no tiene un solo lamparón en el uniforme (en contraste con los subordinados que los tienen para el arrastre); le canta un hit veraniego en en uno de los bolsillos. Corre hacia afuera disculpándose (es muy educado hacerlo y no cuesta nada aunque no tenga por qué, por mucho que pida perdón mantiene el comportamiento que dio pie a la disculpa, en este caso salir a hablar) y adiós. Resabiados los alumnos, la tienen tomada la medida. Si ella no currela y se marcha de palique, que es la que más gana, pues los demás también. Uno se asoma a la puerta para dar el agua cuando cuelga y los demás se relajan sentándose en el mismo suelo.

Entonces el arrabal desenfunda las lenguas viperinas y desuellan a la maestras. Con muchos “la tía guarra” y “mira la puta” se desplayan a gusto contra ella. Es su manera de pelear, de convencer a lo poco que mantienen de conciencia de que todavía se revelan. Descargan toda la bilis así. También algún compañero, indiscriminadamente, se lleva un rapapolvo por la razón que sea cuando no pone orejas. La inquina del pobre es lo que tiene, que es muy solidaria, no discrimina. Ahí hay para todos por igual.  La felicidad de la molicie es breve, la maestra retorna. Para refirmar su autoridad ordena alguna cosa a unos y a otros venga o no a cuento. Es por si se les ha templado el espíritu del esfuerzo en su ausencia. Los postrados avanzan penosamente, cada vez más rotos, cansados y dolientes.

El más adelantado toca por fin la pared opuesta. Como, pese a todo, no son gente malvada, se gira hasta dónde está el más atrasado y comparte la tares. Tiene una vertiente pragmática su altruismo. Siempre será menos ayudar a rematar lo de otro que comenzar una nueva tarea tú solo. Todos concluyen escalonadamente. La profesora pretende que salten al siguiente suelo pero no hija, no. Es tarde y por hoy han bregado bastante. Sin decirle una palabra, con remoloneo y resistencia pasiva, la hacen entender que por cinco duros no da más la máquina. Gandhi estaría orgulloso del sosiego con el que han triunfado este minúsculo motín cotidiano. Se ponen en pie formando un círculo y quejándose de malestares. Aurelio Memelo presume de los suyos como uno más. ¿No sería lo lógico que con la costumbre fuesen disminuyendo? Por lo visto (o por lo sentido) no es así. Si que exige el diplomita de las narices. Consuélate corazón, eres diez euros más rica que cuando te levantaste por la mañana. Para asegurarse el cobro de estos y que no se los descuenten de la liquidación final, firma el parte de asistencia, papel que oficializa la perrería y el dolor de rodillas.

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