domingo, 9 de febrero de 2014

El club de lectura II



Pues bien, la colega es uno de esos ejemplares genuinos de mujer rustica hoy en día; un paradigma de ese genotipo que, en las aldeas: se asocia, hace manualidades, teatro, se reafirma (a si misma y a su autoestima) por lo menos una docena de veces al día, todo lo intenta y (lo que ya es la polla en bote) todo lo consigue. En resumen, es una cantamañanas con bula políticamente correcta que solamente busca llamar la atención cada cinco segundos y mendigar su dosis de aprobación social al respetable (que está hasta los cojones de ella/s y su supremacía inevitable).

No sé porqué (intuyo que por aburrimiento) pero las señoras con este perfil han proliferado, como champiñones en montón de mierda, en el agro de un tiempo a esta parte. Las mismas que, escasas décadas atrás, se conformaban con misa, vermut, paella para comer y paseo a media tarde los domingos; ahora precisan de un montón de recursos y actividades para conservar su correcta salud moral y realizarse. Son aquellas que, sin haber dado un palo al agua en su puta vida, celebran ostentosamente (amparadas en las pingües sangrías financieras, a manos del feminazismo institucional, que sufragan estos saraos; pasta que, entre otros, sale de los bolsillos e impuestos de aquellas que debieran, porque trabajan de verdad y en silencio como todo honesto hijo de vecino, celebrarlo…) el súper día de la mujer trabajadora con banquetes pantagruélicos, actos politizados (de tufillo fascista-rosa) y (metafóricos) concurso de medírsela demostrando (la que canta porque canta, la que baila porque baila y la que actúa porque actúa) que se es la más guay del Paraguay.

Ella, la concejala, era todo un icono de estas mujeres: se apuntaba a todo (incluso a actividades simultaneas o contradictorias), todo lo sabía, todo debía pasar por sus “imprescindibles manos, nada terminaba y todo lo tramitaba a bombo y platillo. La penúltima fue matricularse, a los cincuenta años, en unos estudios universitarios a distancia que no alcanzaron ni el segundo curso (no pitaba, la pobrecita, allí tanto como hubiese deseado). La última, su carrera política a nivel local y su cargo: concejala de cultura, una excusa perfecta para mangonear, presumir y dar la nota.

La jerarquía y los programas de empleo oficiales hacen que ahora entre yo, por fin, en el relato. Bajo el mando de tan sublime beneficio para la humanidad estoy contratado, por todo un año, con el pomposo oficio de “promotor cultural” en el ayuntamiento. No entraré en la lógica de aquellos que aborrecen y combaten la precariedad laboral del ciudadano desde sus cargos públicos de perfil alto ofreciendo al personal medias jornadas al mínimo interprofesional (menos de dos euros la hora de jornal ¡Qué derroche!). Ese es otro debate más relacionado con los tiempos que nos cayeron en gracia… 

Pues eso, que ahora mismo, en este puesto (que se traduce por auxiliar del auxiliar administrativo, bibliotecario de una bibliotecario de una biblioteca donde nadie lee salvo best sellers – consoladores para menopáusicas, chico para todo y puta del barrio) debo trabajar, coincidir y obedecer con las ideas de la señora concejala cuando esta sufre sus episodios de iluminación o se aburre de dar vueltas al pueblo/ruedo toreándose de actitud. De esta manera, una buena mañana se le ocurrió  lo del club de lectura. Y en ello andamos, haciendo el gilipollas.

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