domingo, 5 de diciembre de 2010

De expectativas y frustraciones II



         Sigo en la línea, línea de color definida y esquemática en el plano que llevo en el bolsillo. Estoy tan lejos de todo que me cambian la tarifa. Me lo recuerdan por la megafonía ¡Paga un euro más, dos billetes para un viaje! Lo miro como una inversión. Estoy seguro que se irá al váter. Incluso una apuesta deportiva o el tintineo alimentando la raja de una tragaperras son inversiones. Según se mire. Por lo menos ellas no esconden y disimulan la poética de la degradación, del hundimiento, a quienes las capitalizan. Llego, por fin, a la estación de destino. Es bonita, moderna, pulida, amplia, cuadrada, acristalada. Acaba de llover. Sigo sin estar en tiempo.

         Todo chorrea. Justo en la salida hay un charco sucio y revuelto donde meto los zapatos, manufactura asiática de baja calidad. Al tacón de la suela se le adhiere un empanado de arena, más bien barrillo. Se irá soltando. Camino rápido bajo árboles ornamentales de acera que gotean. De uno me pasa algo rozándome más viscoso y opaco que la simple agua. ¡Por poco, muy poco! Lo veo caer, me preocupo y lo ignoro al cabo. Los edificios del polígono van pasando sorprendentemente tranquilos un laboral a media mañana. Una referencia, una sucursal bancaria, ya llego. La empresa tiene un cartelón en la fachada del edificio y sé que está en la segunda planta, pero no encuentro la puerta. Entro en un bar al lado y le pregunto al que primero me cruzo, un repartidor. Este pregunta al camarero, que le indica, nos indica, un callejón. Abierto. Paso y subo las escaleras. No hay ningún tipo de recepción o conserjería, solamente humedades verdes y desconchones de pintura por todos lados. En el descansillo de la segunda planta un gordo con corbata fuma exhalando por una ventana que da al panorama del tejado metálico de la nave vecina lleno de heces de paloma. Si hubiese reloj estaría dando la hora. Pero no lo hay y me permito el lujo de la inflexión de los pocos minutos en la horquilla de la puntualidad.

         Le pregunto al gordo por la empresa y a quién debo ver: un tal Javíer como pudiera ser un tal cualquier cosa. Me indica una puerta, abierta, con el dedo. Ni siquiera me responde los buenos días. Al intentar franquear la puerta me topo con un tipo, igual que el gordo, que sigue fumando por la ventana, uniformado administrativamente. Tras volver a anunciarme el tipo tiende la mano, que estrecho, por supuesto. Es uno de los grandes consejos empresariales, estrechar la mano a todo el mundo, sin ton ni son. Me dice que espere allí, en el descansillo. El gordo acaba y arroja la colilla por la ventana. Desaparece. Me quedo solo y empiezo a sudar, tensión nerviosa. Intento paliarlo abanicándome con la carpeta y enjugándome la frente con el dorso de la mano.

2 comentarios:

Dirty Clothes dijo...

El prota se puede decir que estaba revolá?¿

J. G. dijo...

guapa esa imagen,