domingo, 27 de noviembre de 2011

Las llagas XVI

        Lo más esperpéntico de la conversación fueron las rupturas del hilo argumental que metió unas cuantas veces. Resultaba imposible seguirla. No tenía lógica alguna en la continuidad de su conversación. En el transcurso de ésta, como si fuesen charlotadas sin gracia, surrealistas, le dieron un par de entreactos en forma de brotes de pánico, muy peculiares en cuanto a motivos. Estaban las ratas corriendo por la alcoba. Ratas que venían del piso de arriba, dónde las mandaba su abuelo muerto, su fantasma, espíritu, ectoplasma. Todo por una vendetta sobrenatural o plaga de Antiguo Testamento para protestar por la inquilina que habían metido en la que fuese su casa. La inquilina debía hacer misas negras, orgías a Satán o sacrificios humanos a Moloch. Era la explicación a que pasasen tantas sobrenaturalidades. “¡Marditoh roedoreh!”. Yo, que soy un empirista y como Tomás, si no meto dedo en costurón no creo, me decanto más por corromper a Samaniego: A un montón de rica basura, dos mil ratas acudieron… De ilusión también se vive. Zulos con encanto y fantasma, como un castillo escocés. El otro motivo de las histerias era más mundano, butroneros y revienta-pisos de los que, en caso de ataque, se defendería con una porra “Recuerdo de…” manchega que pendía de un clavo en la pared del salón (tecnología punta aplicada a la seguridad doméstica). A mi la porra no me gustaba. La había personificado y era un enemigo. Veía en ella la irrupción por sorpresa de su familia y el instrumento del que servirse para medirme el costillar, muy a lo Quijote, palos gratis, su padre el feriante. Victimológicamente no le dije que me extrañaría que asaltasen su hogar con la chatarra que tenía dentro y la excelente posición geosocial del edificio. Habría que ser un paria demasiado jodido para jugársela por un botín tan mierda y miserable. Con lo que había en toda la casa no se sacaba suficiente combustible de papel albal ni para pasar el mono nuestro de cada día (dánosle hoy).

        Cada vez que le ocurría un episodio de estos, unas cuatro o cinco veces a lo largo de la noche, se ponía rígida, empezaba a respirar fuerte, rápido, seguido. Gemía, casi como un perro gañendo. También se me echaba encima. Y a mi todo me daba igual. Procuraba, sin entusiasmo alguno, consolarla. Solo esperaba que el tiempo pasase, a ser posible rápido.

         A las tantas dejamos de hablar. Ya se alargaba la función sin avanzar nada, como un dramón venezolano de cuatrocientos capítulos. Ambos habíamos cumplido con nuestras respectivas obligaciones y personajes. Castizamente, y aunque pueda haber usado antes la misma expresión, ya estaba todo el pescado vendido. Bueno, no. Nadie había querido el pescado y, después de un día de oreo en el mostrador de la pescadería, sobre hielos, entre unas sardinas y el corte de un atún, ahora estaba en un contenedor, cerca de la plaza de abastos, pudriéndose al sol y apestando la calle entera. Un detrito más.

        Como cierre le dio por cascármela con sus ásperas garras de macaco viejo, para que me llevase un buen recuerdo. Sobre todo eso, un recuerdo excelente, precioso. Y a partir de ahí ya todos sabemos todo.

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