domingo, 20 de noviembre de 2011

Las llagas XV

 
         En medio de la representación sonó el teléfono, el suyo. Era el pampero de la busconilla (que palabra más rancia) de la amiga. Después de unos meses expuesta, había descubierto una foto en el Facebook de su novia de ella abrazada a otro en un hostalucho centroeuropeo. Claro, estaba montando la de dios. Rápido el chico. Mi “princesa”, que sabía que los fotografiados habían estado copulando por los rincones como roedores durante toda la excursión, se hizo la loca como pudo, metiendo mucho la pata. Se desembarazó de él toda preocupada por si le daba unas manos a la amiga, que el colega salía cantando por esos palos. A mi todo esto plim, que bastante tenía con lo mío y a quién Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. Querido “che, viste, boludo…”, un poco de sabiduría popular de la madre patria: la novia, al igual que un libro o el coche, nunca se dejan a nadie, repito, a nadie, por si te los devuelven jodidos. Acto seguido llamó la amiga, para que no le pillase desprevenida el brote del cuernos. Tarde. Entre las dos hilvanaron una historieta mitad excusa, mitad coartada. A continuación volvió a llamar el cabrito (segunda acepción de la palabra en el diccionario de la RAE) y fue convenientemente desinformado. Pareció serenarse. En el fondo tenían viaje en unos días y no era oportuno del todo el andar meneando el avispero por una tontería como la promiscuidad de su correspondiente. Por último, asco de centralita telefónica y consultorio sentimental, llamó la madre de la amiga con la suspensión de su onomástica ante la que estaba cayendo. Lástima de sándwiches de jamón y queso, patatas fritas, aceitunas con hueso y tarta de quesitos y galleta que se irían a la basura por tan poca cosa. O, a lo mejor, lo que se perdió para los restos fue una parrillada grasienta, calórica e indigesta. Nunca lo supe, nunca lo sabré y nunca me interesó saberlo. A la madre de la amiga se le comunicó lo de mi pasaporte. En todo el proceso de tránsito de llamadas por lo de las astas del otro, había sido la primera vez que yo había aparecido. Cosas que son importantes y cosas que no lo son.

         Cuando dejó ya de sonar su puto móvil a ella le entró hambre. Intentando disimular lo rastrero que es ponerse a tragar en medio de una ruptura, sacó de la cocina una bolsa de croissants y un paquete de papel encerado con jamón serrano. Esa fue la cena, un par de croissant con jamón, duro, casi un tasajo, al medio. Me dio mucha repugnancia comérmelos, porque sabía del sitio del que venían. La inanición apretaba. Ella me los preparó. Me daba vergüenza, a pesar de todo lo que estaba pasando y lo que me quedaba en el terreno de juego, ponerme a engullir a lo famélico, aunque fuese lo que más me pedía el cuerpo. Cuando me volvió a venir con lo del coger lo que quisiese me dignifiqué y rehusé al son del “no puedo comer, comprenderás que ahora mismo no tenga mucha hambre”. Para rematar llamó la prima. Quería saber si íbamos a hacer algo. Yo también quería saber si íbamos a hacer algo. Pero el asunto, en su totalidad, estaba ya visto para sentencia.

         Tuvimos que acostarnos pronto, como las jodidas gallinas, a las diez y poco. El autobús me salía con las claras del día y tenía, tengo, que estar antes para coger billete, etc. Me preguntó si tenía plan alternativo en caso de no embarcar en ese. Yo seguía viéndome en un puto parque a la fresca urbana ¡Joder si tenía ganas de librarse de mí! Luego se vino a mi cama, que era la de sus padres. Tendría miedo a que me fuese con un expolio, o profanase los santos de la madre. Seguimos hablando. Ella lloró lagrimones de cocodrilo y reptil venenoso que le caían por los mofletes de bulldog, más falsos que Judas de trilero, hijos de la catarsis y la ficción que manteníamos. Durante unas horas nos estuvimos mintiendo cosas, otra vez. Yo la decía que la quería una y otra vez para darle entrada a sus diálogos. Ella le dio la vuelta al percal y discursaba, entre clicas, sobre si sería tan mala persona de nunca llegar a querer a nadie. No reina, no. Eres lo que eres, y no tiene vuelta de hoja. Te va la marrulla, la tortura psicológica, es todo. Algún día alguien te querrá lo suficiente como para darte con amor. Tienes el perfil. Entonces justificarás los ojos morados y las narices hinchadas en que el cariño que le tienes, y los niños llorarán en sus literitas metálicas con colchón de espuma. Pero entonces yo ya no estaré. Que lo narre otro.

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