domingo, 4 de septiembre de 2011

Las llagas IV

 
      La idea de que, en apenas un par de horas, tendré que levantarme y ella me llevará en su coche, carne de desguace, a la estación de autobuses se inflama hasta ocuparlo todo. Quiero que el tiempo pase y no pase. Que pase para librarme de una puta vez de la pesadilla de ella, por fin. Y que no pase para poder entregarme un poco al sueño, la desidia. Descansar tranquilamente sin el “coitus interruptus” del determinismo del despertador. Y en toda esta mierda, para evitar que se me acabe de ir la olla y comiencen peores cuadros mentales, recapitulo en fin de semana. ¡Toma entradilla!

         Que conste que ella me lo pidió. Me insistió que viniera. Según las gilipolleces que vomita de continuo, le ilusionaba volver a verme. Para mí era una salida. Un poder dejar por unos días la presión casi penitenciaria a la que mi casa, mi pueblo, mi vida, me someten de ordinario. Eso fue el lunes, o el martes, y basándome en el postureo de su muro de Facebook, que yo fuese era lo mejor que le iba a pasar en toda la semana. El primer plan era que me quedara en su casa. Sus padres se marchaban a alguna actividad, lugar o contexto donde los de su especie se la sacan aparentando ser lo que no son.

        Más adelante, conforme avanzaba la semana, cada día era su cosa. Finalmente la noche del jueves, bueno, la madrugada del viernes, todavía no sabía que iba a pasar. Ella no me daba señales de vida y lo único que tenía claro, por un mensaje de red social, es que no tenía sitio donde quedarme. Cada vez que la intentaba llamar no me respondía o su teléfono estaba apagado. Cuando por fin le dio por contestar resulta que estaba de fiesta con sus amigos y un ex novio (figura con la que Moliere no contaba pero al que le hubiese sacado un partido del copón) y no podía parar mucho porque se quedaba sin batería. Como debo tener un increíble aspecto de deficiente intelectual, no encuentro otra posibilidad posible, la gente pretende engatusarme siempre con trucos pasados de moda y mal hechos de los que todo el mundo conoce el mecanismo. ¿De verdad ella se podía creer que me la daba con esa pamplina? Si es así debe ser más estúpida, mucho más estúpida, que el común de los mortales. Alguien debería enseñarla un par de axiomas útiles para su vida adulta: “no porque me lo digas me lo creo” y “no porque te lo diga lo siento“. ¡Qué se busque un maestro! Yo no pienso hacerlo, por supuesto. Demasiada labor social he gastado en ella. A lo mejor es que se le está gestando un alien dentro del cráneo (implantado en un episodio de Expediente X cualquiera) y éste le devora materia gris para crecer. Sería una explicación del poco rendimiento de su también poco caballaje. Divago, y mal, por cierto.

        A eso de las cuatro de la mañana me llamó, por fin. Había llegado a su casa, y, como una excelente heroína de dibujos animados, justificó su actuación en que necesitaba salir de casa, que estaba fatal con su madre. Casi debía ser yo quien pidiera perdón, por desconsiderado. Y es que la liberalización del feminismo significa su impunidad como género. Una tía que miente es que no quiere hacer daño a nadie y está confusa, una tía que hace siempre lo que le sale del mucoso vórtice de su coño, caiga quien caiga, es coherente con lo que piensa, una tía que extorsiona emocionalmente es un ejemplo. En cambio un hombre... Un hombre que hiciese todo eso sería un mentiroso, un cabrón y un maltratador redomado. En fin, cosas de los tiempos. Ahí debí estar más vivo, y no cargar kamikaze para luego pasar por el aro como un mandria. Tenía que haberla mandado lejos, haberle soltado algo, con la voz de actor de doblaje que no tengo, como muy de película tipo “Vale, de acuerdo con toda la mierda que me estás diciendo. Pero no quiero volver a saber nada de ti”. No lo hice. Estupidez supina o fe en la bondad humana. Las dos cosas se acaban pagando.

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