domingo, 28 de agosto de 2011

Las llagas III

 
         Me limpio lo que a caído sobre el abdomen a oscuras. No me gusta la sensación de la tela húmeda sobre mí. Me da asco. Ella ha apagado la luz y duerme al lado derecho de la cama, en bragas, respirando fuerte, casi roncando, sudando. Hace calor, cosa normal en un bajo apenas ventilado del sur de la capital a mediados de agosto. Un venerable ventilador oscila sobre la cómoda, imitación caoba de los años setenta, entre una sacra profusión de imágenes de escayola: santos, vírgenes y un Jesús niño descomunal en comparación con el resto. Es una estampa vergonzante e iconoclasta de divinidades con significado pagano puestas al fresco del electrodoméstico. Por todo el suelo hay ropa, también la yacija de un perro, pija, de tienda de mascotas, que contrasta vivamente con la calidad económica y social de la casa. Por ahí debe haber una uña cortada, prácticamente una garra del león ese de Hércules (León de Nemea), dura, larga, afilada, perteneciente a quién sabe. Me la he clavado en la planta del pie, como en un repugnante gag cómico, hace un rato. La desclavé y arrojé a un lado, recia como un shuriken (estrella ninja para los no políglotas). Sus padres nos miran desde las mesitas de noche, descoloridos y llenos del polvo que les cae de las lámparas bajo las que se cobijan, manualidades de jubilado. Allí observa, abotargada la madre, sanguínea, vieja, vestida con algo que tiene mucho de uniforme de señora de la limpieza. Barbudo el padre, foto de joven, aire de pequeño taleguero con pantalón campana, camisa abierta. Quinqui que no llegó a nada, ni por bueno ni por malo, ojos fieros que la vida de mierda que se ha calzado habrá eliminado hace mucho tiempo. Me lo supongo un asno viejo, deslomado, impotente y manso, resignado al muladar y al buitre.

        Ambos permanecen, inmóviles y estoicos, fijos en su hija copulando, masturbando, chupando, siendo masturbada, chupada, empujando, embistiendo... No soy tan ingenuo de pensar que soy el único y primero. Por todas las paredes del cuarto más santos. Algunos de los cuadros impresos en ese material que simula un lienzo, con marcos dorados de los que cuelgan pequeños trastos. Encima del ancestral ropero de luna, atestado, embutido, cajas llenas de lo que probablemente es la basura con la que la familia significa su porquería de recuerdos y combaten ese miedo a tirar lo inútil característico de la ruina monetaria enquistada.

       Las aspas del ventilador me impiden dormir. Suenan atravesando los tapones de espuma fosforescente en mis oídos. Me empiezan a desquiciar. Parece un omnipresente helicóptero en una película de la Guerra del Vietnam. Me siento Martín Sheen al principio de Apocalypse Now, en la habitación del hotel. “Yo quería una misión y por mis pecados me dieron una”. En la habitación que estoy ahora tiene más mugre que aquella. Estoy angustiado, ansioso, insomne, nervioso. La luz de las farolas del pequeño parque lleno de heces de perro, al que da la ventana, entra ajedrezándose por el enrejado. Veo a medias, todo es distorsión: la luz, la oscuridad, la falta de gafas... El “tap-tap-tap-tap-tap-tap-tap” del aparato pierde su sentido, pero sigue ahí, infinito. El calor hace que me sude la nuca, la espalda y me pegue completamente a la sábana, áspera, que ella ha colocado como cobertor para que no pringuemos la cama. Me molesta, mucho, que esté a mi lado. Apenas soporto que duerma, que pueda hacerlo. Necesito soledad, me desenvuelvo mejor en ella, en mi propia misantropía. Si pudiese hacerla desaparecer. Ruidosa, caliente, fláccida. Se expande territorialmente por el metro treinta de la superficie. Me está jodiendo psicológicamente. Agarrotado, rígido en una esquina, evito mediante la claudicación cualquier contacto físico. Intento preservar la integridad de mi espacio y tengo ganas de gritar, de huir, de correr desnudo por un yermo apocalíptico. Pero no puedo, todavía conservo suficiente súper-ego para controlar las demencias que me bullen en la parte de atrás del cráneo.

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