domingo, 23 de octubre de 2011

Las llagas XI

        La ciudad, bueno, el suburbio, comenzó, por fin, a clarearse. Me puse un brazo sobre la cara para taparme y al rato, logré dar una cabezada. Ella me coceó. La molestaban mis ronquidos (¿?). Justo cuando había conseguido rendirme a la hostia apagadora de mi propia conciencia y agotamiento durante algo menos de un cuarto de hora. Un detalle, otro más por su parte, interrumpirme cuando había, por primera vez en unas treinta horas, pasado de la primera de las fases del sueño. La hijaputa no me dejaba ni el resquicio, la esperanza de huída, de unos minutos en la fantasía del REM.

         Entonces deflagró. Se volvió loca y le arreó un calentón de tres pares. Se me encaramó encima y durante un rato nos estuvimos frotando con ansia, con la excitación y la épica del mañanero. Durante ese escaso tiempo volvió a ser la jodedora animal en que podía llegar a transmutarse, la hembra procaz y sucia, la puta más puta. Las circunstancias le impedían un pene dentro, pero, con todo, me apretaba hacia abajo con su entrepierna a horcajadas sobre mi ropa interior puesta. Al cabo se le pasó. Conciencia, lucidez, torcedura de ovario ¿Qué cojones fue todo eso? Alguna excreción de la sofisticada (ironía) psique de las mujeres, tan complejas (ironía otra vez) ellas. Descabalgó, se sentó en la cama y, una vez que hubo recuperado un poco la respiración y la compostura, desapareció a darle las mañanitas a la prima. Aproveché para cascármela. No iba a ser tan moña de empeorarme la situación voluntariamente con un dolor de huevos vespertino por el hortigueo. Por otro lado, no tenía porqué desperdiciar la empalmada. Había tocado a generala y, aunque no se tuviera combate, por lo menos disfrutaría de unas pequeñas maniobras. Pajillero que es uno, de toda la vida. Por supuesto tuve el buen gusto, característico de un tío elegante como yo, de dejarle mi “zumo blanco de blanco” al primo en sus sábanas. Supongo que no era la primera “perdigónada” (greguería) que sufría el juego de cama en su estampado infantil. Mientras lo hacía pensaba agresivamente “¡El que venga detrás que arree!”.

         Me vestí con la misma ropa que el día anterior. Me la sudaba cosa mala que la descastada de la prima se pensase que era un guarro y mi reina tuviese que oler encima de mí ese toque a amor de zarigüella que llevaba puesto. Encendí el ordenador del tipo y me puse con mis redes sociales una vez más (dosis), y una vez más no había nada (bajona). Me dio tiempo a dar la tourné habitual por páginas chorras, a estirarme y bostezar groseramente en la intimidad cartón-piedra del cuarto, la casa y la presencia latente de ambas primas. Como no acababa de volver me eché la toalla al hombro y fui a mis abluciones. Creo que fue el momento más cómodo desde que montara en el autobús en mi casa. Después recogimos las sábanas donde mi genética ya estaría seca y camuflada. Mientras nadie las pasase bajo una luz negra seguiría siendo el crimen perfecto. Y aun en el caso, reclamaciones al maestro armero.

          Volvimos a su casa, el tiempo verbal correcto sería fui a su casa, que yo no la había pisado todavía, en la desolación del final de una línea de metro un sábado por la mañana. La prima nos acompañó hasta el último momento. Era una carabina profesional y no se esfumó hasta dejarnos embocados. Me despedí torpemente de ella, repitiendo estúpidamente los mismos cumplidos una y otra vez. Me cago en el protocolo social. Su novio, al que nunca llegué a conocer, se había quedado durmiendo. Había llegado del trabajo con el sol y supongo le importaba mi subexistencia lo suficiente como para pasar de presentaciones. Era mozo de cuerda en Mercamadrid, por dar un dato.

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