domingo, 2 de octubre de 2011

Las llagas VIII


        También me fijé que en el mueble bar, entre las fotos amarillentas, los platillos de “Recuerdo de...” en letras doradas y el reproductor de DVD con tapete encima, había, en un apartado, una decorativa colección de grandes obras de la literatura francesa impecable, puesta para desfile y parada. Seguro que comprada ex profeso para el ornato, su virginidad estaba todavía intacta o, como mucho, la telilla cicatrizaba descarnada entre escozores urinarios tras una primera vez, como todas las primeras veces, breve, extraña e insatisfactoria. Desde uno de los ejemplares el nombre “Zola” me atraía irresistible, hipnótico sobre uno de los lomos. Despertaba esa vocación de ladrón de bibliotecas, don que dios me ha dado, que arrastro por el mundo. Creo que hice algún tipo de comentario sobre la colección. No recuerdo muy bien qué pero estoy seguro que fue algo en plan cumplido. Tanto ella como su prima me miraron como las vacas al tren. La prima, por no parecer una analfabeta, y también por presumir del brillo intelectual de su familia política, me preguntó qué me parecían los cuadros. Eran acrílicos chillones, bodegones, paisajes y marinas principalmente, repartidos por toda la casa. La obra maestra, fulgurante como el cartel fosforescente de un local sin categoría y para perdedores en Las Vegas, Nevada (una metáfora, la del local y los perdedores, cojonuda para indicar la mierda en la que estaba metido), era una copia de la famosa fotografía ochentera de la niña afgana de los ojos azules y el burka levantado pintada en colores extremos y malas proporciones. Tanto, que el fondo de la pintura parecía una estampa pop-art. Para semejante esperpento hubiese sido más lucido descargarse la fotografía y jugar con los contrastes y fuentes de color de cualquier programa de tratamiento de imagen. Me hice el loco. “Yo de eso no entiendo mucho, pero a mí me parece que está bien”. Aviado. Seguía haciendo calor en la salita, pese al aire acondicionado. ¡Dios si lo hacía! Estaba sudando como un cabrón en plena brega y para disimular cada dos por tres iba al váter, hortera y rosa, también característico, a beber agua del grifo.

         A la hora de preparar la cena la prima se esfumó y nos tocó a nosotros meter las pizzas en el horno. Una de ellas se carbonizó, la barbacoa. Me daba igual, yo me la hubiese comido cruda y congelada. Daría sed y estaría caliente, incandescente casi. Puto asco. Cuando ella, mi querida anfitriona, inútil con sus zarpas de mono, intentó abrir el sobrecito de la salsa, dobló el abrefácil atrapando el líquido en su continente. Por eso se enmendó con el de la cuatro quesos rajándolo de un fuerte tirón por la mitad. El contenido, especie de esperma bovino amalgamado con un poco de harina, le llenó las manos y salpicó las paredes, armarios, encimeras y electrodomésticos en la medida que su poca capacidad en centímetros cúbicos le permitía. La prima volvió entonces, cambiada, aseada, cómoda, de andar por casa. Ejemplo entre las amas de casa, dejó la salsa escurriendo por todas las superficies donde había caído. Era asqueroso, cierto, pero también, hasta cierto puntito, simbólico y lúbrico. Cenamos, poco y malo. Era lo que había. A continuación me pusieron a ver la tele. Verduleos de prime time sobre arrabaleras poli-toxicómanas, Barbies botox, descendencias y toreros. Eran sus heroínas, sus mitologías, sus cosmogonías. Hubiesen querido ser ellas, dado lo que fuese por serlo. Donde no hay mata no hay patata. Allá cada cual con sus referentes. Yo tengo los míos y tampoco son muy ejemplarizantes. Me la tuve que envainar y tragarme el programa entero, padecer el programa entero. Cuando uno se lo propone, ¡Es tan bonito el amor!

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