Este relato es una mierda.
Estrictamente, incluso una puta mierda. Y lo es por muchas razones. Una de ellas
es que su esencia, la idea miserable que lo impregna y que debe transmitir,
está más trillada que el copón. La puedes encontrar, y mucho mejor expuesta que
aquí, en “Perfect day” de Lou Reed, por ejemplo. Así te llevará menos tiempo,
será menos coñazo y disfrutarás de una buena y auténtica manifestación
artística. El resumen (antes de que empieces te destripo el meollo), simple: “you
just keep me hanging on”; solo eso.
La fábrica procesa fruta. Selecciona
y empaqueta en cajas manzanas rojas, manzanas verdes, manzanas grandes,
pequeñas, manzanas soleadas y golpeadas, algunas (pocas) impolutas, capaces de
tentar a la madre primigenia o sembrar la discordia entre las diosas más perras
del olimpo… por standards alfabéticos que nadie entiende. Todo esto suena más
especial que la realidad.
La sangre de la maquinaria, los
pobres desgraciados que, una por una, observadas y volteabas, las palpa a gusto
del futurible consumidor, son más cercanos a la idea de que con cada manzana
cogida, un pedacito del alma desaparece para siempre. No es épico, no es
bonito, no es poético. ¡Coño, es una fábrica! Y aunque entre una mina galesa
del siglo diecinueve y esto existan “sutiles diferencias”, sigue siendo un
lugar que se nutre de la vida de la gente. El jodido Lenin seguro que tendría
una teoría al respecto. Hasta, puede,
que una solución.
A unos tres cuartos de hora del
descanso para el desayuno (cuarenta minutos, ni uno más y, si tercia, alguno
menos), el panoli se apoya contra la
placa metálica de la cinta transportadora entrando en el vacío y la nausea
humana. Lo bueno es que ha automatizado los movimientos. Los va clavando
rítmicamente, marcando el paso, a lo galera, con cada par de manzanas
introducidas en los envoltorios plásticos. Eso facilita la evasión mental. Por
dentro se queda sin nada, como un sumidero tragándose la pila de agua sucia
entera. Lo malo es que la animalización, la ataraxia, están ya cerquita. Se
embrutece imperceptiblemente mientras canturrea un estribillo mugriento que lo
sostiene físicamente.
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