domingo, 5 de junio de 2011

Epifanías I


 
         “Te has leído unos cuantos libros de los topicazos de la literatura grosera. Por eso te piensas que eres uno de sus héroes, tan autobiográficos ellos, y te sientes la polla bebiendo mucha cerveza y entrándole a obesas mórbidas (algunas, muchas, de las cuales, te mandan a tomar por el culo y te dices a ti mismo que eso te gusta. El rechazo, no lo del culo, que a eso todavía no te has puesto). Vas de autodestructivo y eres un mierda, un mierda blandito que hace flexiones, pesas y abdominales porque, camino de la treintena, todavía tiene complejo. Te siguen dando brotes de ira y vergüenza cada vez que recuerdas quien y lo que te llamaban de niño, en todas partes. Cuando estudiar era lo único que sabías hacer y las gafas más horribles de pasta (las metálicas de provocaban heridas y sarpullidos, cutre hasta para eso) color marrón tono heces marcaban una, la tuya, mala socialización. Pero no hacías nada y no haces nada. Usas excusas a cientos, aunque cada vez menos porque total, para qué. Lo que sabes cierto es que te da miedo el fracaso, mamón, maricón. Es lo único que te da miedo. A todo lo demás yo te atreves por eso, por fracasar, otra vez. Hace un tiempo todavía tenías expectativas, sueños, algo de esperanza. Echabas los Euromillones alguna semana y el día antes del sorteo te hacías pajas mentales (también de las otras, como siempre) siendo rico, exitoso, habiendo acertado. Pensabas en lo que comprarías y harías, y era algo. Que en el fondo eres pragmático y sabes que todo es éxito, que es lo que te hace falta, por poco que sea y en la cosa que sea. Pero tú no lo tienes. Ya ni lo quieres. A estas alturas del cuento podrías ser perfectamente un tiesto. Un tiesto hace algo: suele ser bonito, da olor, buen olor… Tú, lo siento, ya no, ya ni eso. Podrías ponerte a llorar. Sería algo y nadie, ni tú mismo, tiene fe en ese algo. La esperanza es lo último que se pierde ¡Valiente chorrada! Si es así tú ya no tienes nada, no tienes ni esperanza ¡Te hundes!”…

          No está teniendo una puta revelación, ni nada por el estilo. Ni siquiera se dice todo eso como evaluación, mejor o peor, pero evaluación. Solamente es que son las dos de la tarde, no ha comido y lo que ha estado bebiendo desde las once más o menos se le empieza a bajar. Ahora todo es depresión y está tirado en la cama, cansado y escaqueado. Lleva desde las siete de chico para todo, subiendo y bajando cosas, haciendo recados. Aunque no lo hayan deslomado, ni mucho menos, el estar pendiente y la tensión que siempre exige el hacer algo lo han vaciado. Abajo, más allá del descampado, pasando el agujero en la alambrada, estarán a lo suyo. Dijo que se subía a por alguna mierda. Lo que ha hecho, en realidad, ha sido plantar un pino y tirarse después en la cama. No es, nunca lo fue, buena idea dejar al cargo del rancho y la bebida a alguien al que le importan tres cojones su imagen y sus intoxicaciones. No se duerme del todo. Está en ese momento donde la mente se ablanda y unas cosas se mezclan con otras: realidad, recuerdos, ideas, gilipolleces. Se siente mucho asco en este delirio, le ha dado por ahí. Es que se está poniendo resacoso. Unos veinte minutos después el móvil zumba repiqueteando en la madera de la mesita y comienza la marcha militar alemana de musiquilla (dar la nota). Responde todavía arrancando. Que baje algo. Va cogiendo tono ascensor abajo. Cruza el descampado. Se fija, por primera vez, en un vehículo comercial aparcado con pinta de haber sido “hecho” por las malas. Pasa por el agujero en la alambrada. En la hierva se pone a caminar a saltitos, por si las garrapatas y las cacas de perro (temores atávicos).

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