domingo, 12 de junio de 2011

Epifanías II

        Los domingos paseo por el centro, como todo el mundo. Por eso está hasta los cojones de gente. Por lo de estar hasta los cojones, de gente y él mismo, lleva cada pulgar de cada mano en cada bolsillo del pantalón correspondiente. Mantiene contacto físico, mediante el gesto, con la cartera y el teléfono móvil respectivamente. Le vendimiarían el setenta por ciento de todo su dinero si algún pícaro de sainete castizoide (actualmente ya hay otras tipologías más comunitarias económicas europeas para estos oficios artesanos) le limpiase eso y la documentación, que renovar todas las mierdas sale por un pico en “trámites” (ingreso de tasa cual con impreso pascual en su caja o banco más cercano, a ser posible uno mayoritario y que así no se disperse la macro riqueza). El móvil le importa menos. Lo vigila por la pérdida, que se esmeraron en educarlo a conservar las posesiones, aunque no le gusten o esté harto de ellas. También porque hoy por hoy es imprescindible tener uno para ser, aunque el aparato tenga los meses necesarios para alcanzar el grado de chatarra y, de los mil y un usos obsoletos del terminal, apenas haya utilizado una docena.

         Ha bajado en bus. Han bajado en bus. Va acompañado y guiado turísticamente. Un cambio sobre el tránsito a oscuras de gusano que supone el metro. En el autobús se puede mirar por la ventana. En el metro miras a la ventana para ver, indirectamente por el reflejo, lo que tienes al lado (tranquilo, el-ella hace lo mismo contigo). Recorren una calle atestada esquivando con la cintura, mano de santo para los deportes de contacto, en una eternidad. En la plaza, todavía con más índice demográfico y neurálgica donde las haya, se paran en el gallinero de un espectáculo folclórico-performance atraídos por el magnetismo curioso, apático, del círculo congregado. Él se queda detrás. No le gustan los espectáculos callejeros, por todo lo inesperado, lo improvisado y la falta de estructura del ambiente, y modo, en que se producen. Tampoco le gusta pararse en un lugar donde todo lo demás se mueve. Es más fácil y más confortable fluir disimulando. Solo ve partes de atrás de cabezas y no piensa en nada concreto. Mira los espacios vacíos (suelo, cielo, huecos…) porque mirar fijamente es un signo animal de agresión muy desagradable en el puntito de hostilidad ambiental de las ciudades. Alguien se aburre y continúan con el paseo hablando perogrulladas para matar el tiempo.

         Suben por una calle muy famosa por sus putas, que la hacen (la calle, me refiero), por nacionalidades y gremios, como el que hace pasillo y cordón en un desfile mientras esperan que salte un espontáneo.

         “…Algunas son horrores de feria (cosa, como ellas mismas, importada del extranjero, creo, que aquí las ferias tenían más verbena, atracciones y menudeo de ganado mayor y menor que deformados ¿O no? No lo sé, cuando yo nací la noria ya estaba más que pasada). Otras son hermosas, exóticas, dignas de que cualquiera se las colgase del brazo y presumiera. Muchos de los que pasan en parejita las miran de refilón, los muy lilas, atados al pesebre y sin beber, que los van a capar. ¿Qué llevarán por dentro? ¿Venéreas? ¿Traumas en cirílico? Eso para los reportajes manidos de corte social de la tele vespertina, antes del corazón. Por miarlas, también las miran sus padres de mancebía en chándal y llenos de oro brillante. ¿La mugre se lo lustra? Los pobrecillos no llegarán ni a sargento. Los oficiales de estas tropas, como los de cualquier otra, visten mejor. Por lo menos más caro. Se hacen tantas cosas con dinero. Con mucho las trataría cinco minutos como a reinas…”.

         Eso es lo que llena la cabeza de un gilipollas. Pasan tirando de lugares comunes y coñas trilladas sobre pilinguis. Tuercen a mano izquierda. Completan la vuelta al ruedo saludando y olé. Se toman unas cañas en un bar. La ultima ronda la anuncian y el camarero, muy ladino y muy hijoputa, les pone la tapa de lo que tienen para la basura, o casi. Después vuelven a casa, cenita ligera y a acostar tempranito, que mañana es lunes y hay que madrugar. Él no, mañana, como ningún otro día, no tendrá que hacer nada, ni madrugar. Se pone a leer hasta las tantas un libro prestado que él mismo regalara a su legítimo poseedor en un cumpleaños.

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