domingo, 13 de marzo de 2011

El estajaero II



         La mala hostia fue creciendo a medida que avanzaba remontando por la vía de agua, todavía húmeda, sudando, con las mangas regazadas y el sacho agarrado por el cuello con la zurda. Llegó al estajaero y, en efecto, el agua estaba echada para el otro lado. El muy gilipollas, el culpable, era un desgraciado al que le importaba tres cojones todo. La señal estaba ahí, la que Honorio había dejado y, con todo, había tirado por la calle del medio.

         La señal consistía en dos piedras, las que más a mano estuviesen, puestas una encima de la otra y con algo de hierba, u hojas de algún árbol, o alguna mierda verde por el estilo recién arrancada, entre ambas. Algunos también mojaban el monumento salpicándolo de la palaera. Lo hacían para significar que la marca era fresca y no dar pie a la puta excusa del yo pensé que estaba de otra vez. Era un acuerdo tácito, un post-it rural en el que se decía “tío, no me cortes el agua que estoy yo”. Casi todas las veces no servía para nada y desaparecía de una patada. Pero la de Honorio estaba ahí plantada. Ni se había molestado, el que fuese, en eliminarla como prueba. En el pueblo el linternazo siempre estuvo, está y estará, muy de moda.

         Honorio podía haber cortado, de puta a puta taconazo, sacar para sus lechugas y dar por el culo al sinvergüenza (quién roba a un ladrón y quien jode a un jodedor). Todos se hubiesen llevado lo suyo, las lechugas vivirían y el cuento se habría acabado con happy end, moralina y mierda de final. Pero no. A Honorio, puede que por el sol del momento en la cabeza, puede que por otra cosa, la mala hostia del camino le había llegado al grado de furia, de ira que lo llenaba todo. Ya que había llegado hasta allí, siguió el fluir del agua. Pasaba flotando una bolsa vacía de arroz inflado con los colores comidos por la intemperie.

         Al otro extremo de la línea el sujeto estaba sin camisa y ya llevaba unos tres árboles aviados cuando Honorio irrumpió a sangre y fuego, mentándole toda la parentela y todo el panteón escandinavo de paso. Con decir que empezó el concierto con “¡Tú lo que eres es un cabrón!”. El otro no se vino atrás y le soltó una réplica dialéctica para discurso de premio Cervantes. Y de ahí, para adelante.

         La poca educación académica y los pocos recursos psicosociales hacen que en el pueblo la solución a los conflictos derive más a la respuesta propia de un rumiante astado que a la de un humano. Como no se sabe hablar ni tirar de boca por encima de un “hijo de puta”, se embiste. Honorio clavó el coche en el charco,. Todo se fue saliendo de madre. En apenas un par de minutos de darse voces, quizá por todo lo que llevaba encima de frustración y miserio, lo vio todo negro.

         La cabeza del sacho trazó una curva ascendente a cuarenta y cinco grados perfecta y la oreja de la herramienta entró por un lado, hundiéndose entre la mandíbula y la sien. No sonó muy diferente a clavarlo en el suelo, un poco más fuerte, quizá. El tipo se tambaleó unos pasos atragantándosele los insultos que todavía intentaba. Se metió en una de las hoyas regadas y se desplomo sobre el tronco y el barro. La señal seguía en su sitio cuando a Honorio se lo llevaba la Guardia Civil.

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