domingo, 6 de marzo de 2011

El estajaero I



         Un estajaero es el lugar donde el agua de riego va a una parcela, o a otra, o sigue camino abajo. En la mayoría de los del pueblo debía existir una plancha metálica para colocar por un riel sobre el sentido en que no se desea que transcurra el agua (por seguir con el intravocabulario el agua, en si, es la palaera). Por desgracia las planchas metálicas han desaparecido, las más de ellas, y ahora lo que cumple su función de Moisés es un pequeño dique de basura acumulada, barro, plásticos, sacos, piedras y todo lo que se le va pegando. Se mueve y moldea con el sacho según gusto, necesidades o ganas de joder la tana. Porque es un sitio para montar guardia militar. Es un sitio para que te roben, el agua concretamente. Lo cual es mierda, porque entre el río y el sembrado de turno hay una media de cuatro estajaeros. La miseria de inundar el arrozal en artesanal impide salir a vigilar y hacer la ronda más allá del último de ellos. Estás regando y también expuesto. Es vivir en tensión dependiendo de la cordialidad de los ruines vecinos. De los que hay bastantes que dan un santiago, cortan, maricón el último y el que venga detrás que arree. En el pueblo la tierra es la vida y la gente se engrilleta voluntariamente generación tras otra en el gilipollas esfuerzo de arrancarle algo. Sacrificando para ello lo que sea: salud, vida, dinero. No es épico, aunque lo parezca. Es algo tan estúpido como regalarle diamantes a una puta y recibir, a cambio, un besito en la mejilla. Honorio era de este tipo de gente miserable, atrasada y asquerosa que, con setenta años, dejaba todo lo que era en que no se perdiesen las fincas; que pensaba que kilos brutos de producción agraria es igual a beneficios. Los de su edad y calaña están cortados por el mismo patrón. Se justifican en películas subvencionadas de guerra y hambre. Personalmente, pienso que han tenido tiempo de sobra para superar, como algún otro más civilizado ha hecho ya, el trauma. Pero de esta, hay que reconocérselo, Honorio tenía la vez con todas las de la ley. La vez y la razón. Otras veces no pero esta si, señor juez.

         Estaba gastando su turno y le quedaban unas canillas de lechugas. Los frutales tenían ya las hoyas, profundas, anchas, plazas de toros alrededor de cada tronco, llenas de agua negra, enlodada de la tierra seca y con la superficie mansa llena de las pequeñas porquerías flotantes que había en el suelo y las que habían ido a parar ahí. Una se había desbarrado. ¡Mejor! Ese cacho se había regado a manto (mojando todo el terreno sin la limitación espacial de las hoyas).

         Unas canillas de lechugas lacias, agostadas, pequeñas, eso es lo que le quedaba. Ni un cuarto de hora. Las lechugas no valían ni el esfuerzo pero hay que ver a un campesino comerse fruta asquerosa, para la basura, bajo la excusa de haberla cultivado él mismo y el “eso no se va a tirar” para comprenderlo.

         Un vecino, de los pocos medio honrados que cree en las formas, había seguido el agua y se había interesado por la vez. Tanto que la había pedido. Pero de eso hacía bastante rato. Probablemente se lo había pensado mejor. De lo contrario hubiese estado por donde Honorio a cortar y quizá no hubiese pasado nada. Como no hubiese pasado nada con un sistema de riego acorde a las tecnologías. Pero yo no pongo el contexto. Hay lo que hay. En esto Honorio se tenía que joder, que siempre había sido de innovar poco y de no invertir capital ni medios en el negocio. Y la gente se pregunta porqué se muere el campo ¡Tiene cáncer! Lo dicho, unas treinta lechugas por regar y el agua, de repente, dejó de llegar. ¡La falta! Algún hijo de la gran puta se la había cortado.

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