domingo, 27 de febrero de 2011

El día que Cantona dijo que sacáramos el dinero del banco II



        Esa mañana me levanté tempranito, a las once, más o menos. Es una de las cosas que tenemos los desempleados, las mañanas enteras. Me pegué una buena y extensa sesión de higiene, tampoco quería dar mal cuadro en un acto tan oficial, y salí a buscar una sucursal con la libreta en un bolsillo, dentro de su fundita de plástico, como una abuela. Lo de la sucursal acabó siendo renglón aparte. Como la que no está hecha a bragas las costuras le hacen llagas yo, que piso una oficina cuatro veces al año (las de pasar la tarjeta del paro), no tenía uso ni conocimiento de dónde coño podría haber una. Di unas vueltas por la zona de casa y ni para dios. Eso sí, me las encontré de todo tipo, nombre y pelo. Debía ser como la puta maldición de las ferreterías: cuanto más te hace falta una ,nadie sabe dónde hay. Luego acabas en la peor para que, cada vez que te acuerdas después, cuando ya no hace mierda de falta, te salte una a los putos morros. Tiré para el centro. En el centro hay de todo. Más lleno, más coñazo, más tópico y más en general, pero de todo.

         Cuando la encontré y pasé por la puerta con exclusas (¡Qué de seguridad!) me planté media horita de reloj en la cola de ventanilla por culpa de esos cabrones seres del inframundo (si no lo son aun les falta poco), los jubilados. Aunque me jodiese estar ahí, tras el “Hija, ponme la cartilla al día - ¿Y esto de que es? - ¿Y esto otro? – Dame sesenta euros.”, importándoles una cagada que yo estuviese intentando matar al mundo (“Desde el corazón del infierno te apuñalo” y esas cosas), no dejé de tener con ellos un puntito de solidaridad. Hay que esperar la muerte en algo: obras, centro de salud, banco, tragaperras de cafetería, administración de lotería y que el cosmos me compense una semana más por la vida tirada que ya se fue para no volver (como una canción), partidas, Benidorm… Al final me tocó, suele ser el desenlace lógico al acto de guardar cola. Pude cruzar la línea física “Espere aquí su turno”. La cajera tenía un punto. Siempre me pusieron palote las mujeres arregladas burocráticamente. “Hola buenas, querría cancelar esta cuenta”. La tía cogió la libreta que yo le tendía y la metió en una maquina. A continuación sacó mi dinero de un cajón del escritorio. Lo metió en un sobre con membrete, me lo dio y me hizo firmar en dos papelillos con el bolígrafo roñoso atado a la peana. Podría haberme preguntado porqué lo hacía. Le hubiese soltado la chapa de acabar con su sistema. O no, me hubiese cagado intimidado por ese defecto educativo que me inculcaron para sentirme mal ante la posibilidad de que alguien se sienta descontento con mi comportamiento (tengo pedradas muy mansas y muy raras) y habría balbuceado alguna excusa improvisada inverosímil y aséptica. Solo me pidió la tarjeta. Se me olvidaba en la cartera. Por supuesto que se la entregué solícito, le dí las gracias por todo y me marché. No les daría mucha pena perder una cuenta corriente de ciento treinta y dos euros. Yo salí de allí con todo mi dinero en un bolsillo. Había cumplido.

         Dos edificios acera abajo me paré delante de una casa de juegos, ahora también con videopóquer y apuestas deportivas. Le metí cincuenta euros a cada uno, a Madrid y a Barça, a que ganaban ambos el domingo. Una se pagaba a uno con veintiocho y la otra a uno con cincuenta y tres. Su margen de victorias generales y las teorías ganadoras en el juego que, como buen perdedor, llevo dentro de la cabeza me dieron algo de esperanza. Lo que sobraba me lo gaste en una lumi callejera del este. Fue un capricho romántico, para poder sentir cinco minutillos de amor con sábanas desechables en una pensión por horas.

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