domingo, 5 de febrero de 2012

Las llagas XXVI


        En el patio, y me como el intervalo de migración hasta allí, que tampoco tiene nada interesante (fuimos todo el camino resobándonos), la ando con sus cositas ya en fuego a discreción y degüello. Meto las manos por debajo del sujetador, la amaso sus grandes ubres, sondeo la junta con el dedo corazón (de melón) y todo el procedimiento habitual. No hay material, por ninguno de los lados, para la filigrana. Su ropa es increíblemente estimulante al tacto: el sujetador, enorme sujetador, satinado; las mallas de plástico brillante. Si yo llevase esa ropa me pasaría empalmado todo el santo día. Cuando se decide la postura (yo debajo y en el frío e inhospito suelo) y procedo al cuerpo a tierra, la hebilla de mi cinturón repiquetea estrepitosa (¡Toma pompa!). Ella se agacha y, de repente (nunca fue más precisa esa expresión) la luz del piso superior se enciende. Tocan retirada a cornetazos y salgo de la casa abrochándome los botones de la bragueta. Ella me sigue resistiéndose a soltar la presa. Su padre sale en pos nuestra y yo sigo llevando los extremos del cinturón sueltos, dando molinetes en el entorno de mi pito tieso. Todo se vuelve negro, me rodea una sensación de profunda mierda. El padre la llama con una leche capaz de caparme en el acto mediante telequinesis. Como a mí no se ha dirigido, ni me ha nombrado, agacho la cabeza y sigo andando, paso legionario ¡Ar! Doblo la esquina y sigo aun un trecho más por crear una distancia de seguridad. El colega no tiene que ser muy intolerante con las cosas del honor medieval. No me sigue. En un sentido estricto el que debía estar cabreado soy yo, que es a quién se le ha ido a tomar por saco el apaño. Que alguien se lo explique, por favor. Huyo, por si acaso, iniciando el lento proceso de llegar a casa que he descrito antes. Por el camino hasta el lugar donde me tienen que evacuar, punto de exfiltración número uno, me cruzo con un grupo de pavitas. Los putones, que son amigas de la que acabo de abandonar a su suerte e ira de su orgulloso progenitor, me preguntan por la faena. Deben habernos visto antes. Entonces, y solo entonces, me planteo si no soy el desflorador frustrado de la rubia. Sinceramente, la desgraciada no eligió a alguien muy especial para una ocasión así. Tendría prisa y no pasarán por su vida, y calle, muchos tranvías. Todo esto si es verdad que era virgen. A las payasas de sus amigas las espanto con capotazo, capotazo y pescuecera. Me gustaría decir algo muy ingenioso que las dejase planchadas, pero estoy quemado. Soy las cenizas de tabaco que se caen de una papelera, con colillas y todo, y barre al día siguiente una mala señora de la limpieza por cuatrocientos euros al mes en pleno proceso de reinserción. Resulta que una de ellas, de las gilipollas con las que me estoy cruzando, es la imbécil a la el mi tonto le arrimó el hocico del perrete. No debe recordar que hace unas horas casi me mete, de gratis, en una movida por su puta vanidad y autoestima. A mí y a sus colegas, “primos”, etc. La vida no se puede poner más marciana. Sigo mi camino y llamo por teléfono. Me pongo a esperar sentado en un banco, al lado de una rotonda con la fuente apagada. Por cálculos y estadísticas previas me quedan unos veinticinco minutos.

        Amanece, poco a poco. Todo se va volviendo gris alrededor del banco, a lo largo de la calle, en el parque al otro lado de la rotonda. Ese gris mortecino, tenue y triste del sol que no está sobre el cemento y el mobiliario urbano. Espero a que vengan a por mí. Sentado en lo alto del banco de listones, con una resaca gástrica llamando a la puerta, la mente se me vacía y empiezo a reírme, a descojonarme pegando voces. La manifestación acústica del brote demente que estoy sufriendo se propaga. No hay nadie para verme, para mirarme mal, para apartarse de mi sitio. Me la pela la ausencia, o presencia, de cualquier gilipollas en el cuadro. Y no paro. Con las manos en los bolsillos y los hombros hacia arriba (cosas del fresco del alba) sigo riendo a gritos sin ningún motivo lógico. Estaría bien que sonase “Wicked game”, de Chris Isaak, aunque no signifique nada, solo una cuestión estética. Cada vez hay más luz.


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