sábado, 28 de enero de 2012

Las llagas XXV



        En la calle me siento en el alfeizar saliente de una ventana. Lo hago por un poco de aire, recuento de efectivos… Saco el móvil para mirar la hora, de la que no me doy cuenta aun mirándola y oigo llamar. No del móvil, del mundo. Levanto el cabezón y, en la lejanía, al otro lado de la calle, sentadas en un portal, las dos de antes me cantan contra los escollos. Para lo que me queda en el convento me cago dentro. Tengo el barco lo suficientemente jodido para no estamparlo contra cualquier cosa. Me siento al lado de la rubia, rubenesca ella. La morena, que es prima de la rubia (el puto mundo es un gran primo del que no nacen sino tontos por la endogamia y el incesto), intenta una conversación. Me cogen el teléfono y me apuntan sus números, y copian el mío, y lo que les sale del coño. La rubia tiene quince solamente y al minuto ya estoy saqueando la ciudad (si me viese el Duque de Alba…). Puede que la morena quisiese. No lo sé, no sé nada. Soy una mierda hueca que se está liando con una adolescente mientras intenta timarla un sitio donde consumar. A ella le peta. ¡Mira, ya no es un supuesto penal! La morena intenta reventarlo con escrúpulos de conciencia y hora. No me acordaba que las crías, como cenicienta, tienen hora. La rubia se quiere descolgar, dar esquinazo, lasciva como un súcubo regordete. Es muy moderna la criatura, y muy Carpe Diem. Los padres de hoy en día no castigan la jodienda con boda. La gente se ha vuelto razonable.

        A la morena, cosas de su boicot, le entran ganas de hacer pipi. No quiere entrar en ningún bar porque están hasta arriba y se tiraría un mes entero. Por otro lado, la rubia debe acompañarla. Vagina española no orina sola. La pepona meoncilla se emboca precipitada por una calleja adyacente que desciende en escalinata. La rubia me arrastra de la mano tras ella. Intenta convencer a la otra de que se aguante un poco, lo poco de irse para su casa y dejarla sola con mi yo guarrete. Le explica que si se alivia en la calle, agachando el culín, como las perritas pequinesas, conmigo delante, le voy a ver todo el gato. A la morena le importa un comino mi presencia en el jurado. A mí, que nadie me ha pedido opinión, no me apetece mucho ver una tipa meando con sus rodillas dobladas, su vestido remangado, sus grandes nalgas fláccidas y reflectantes y su braguita bajada. Las mujeres son ridículas en esas circunstancias, sobre todo porque el chorro que expulsan es una miseria, una cosa remilgada, un chorrito de grifo mal cerrado que pretende ser muy fino, muy educado, muy discreto, muy poco grosero, solo lo indispensable, algo que quiere disimular lo que en realidad es y que suena como gritar bajito y en falsete la letra “i”, como el pitido de una televisión estropeada, tan grimoso y repelente como un chirrido en una pizarra. Nadie lo reconoce en voz alta pero el pene es un gran invento evolutivo. Te permite escribir, úrico, tu nombre en el suelo y se sacude lo mismo que el hisopo de un sacerdote bendiciendo. La morena mea. No lo veo porque ando a lo mío con la rubia. Debo haberme perdido una obra maestra. Esperaré a que salga en DVD. La rubia ya ha decidido dónde le meteré mi pizarrín, el por donde es tácito, en el patio de la casa donde está veraneando toda la familia, bajo sus padres durmientes. ¡Ole! Dedicado a todos lo que me acusen de algo por estuprar menores.


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