domingo, 22 de enero de 2012

Las llagas XXIV


        Ojalá la puta paz universal fuese tan fácil de conseguir. El tarado, el mío, se pone belicoso contra los otros dos. Se pone no, sigue. Solamente mira para adelante, como los caballos de los picadores. Eso es tener menos vista que un pez por el culo. Intento predicarle y llevarle, pegadito al capote, para los medios. ¡Aquí paz y después gloria! ¡Coño! Si quieres ir de guerrero universal por el mundo vas a durar bien poquito. Me apoyo contra la pared y bebo. También voy cada poco a mear haciendo muchas gatas putas entre colarme, usurpar tazas exclusivas del otro género, etc. Es un sitio bonito para la cordialidad la puerta de un retrete. Disparas cargadores de unas veintitantas palabras amables contra perfectos desconocidos con los que compartes la necesidad física común. Compartes, con las ganas de mear, vomitar u obrar, más cosas en ese momento que con muchos consanguíneos toda la vida.

        La noche pasa sin que pase nada. El tonto vuelca y me del tabarrazo para que toque retirada. Yo, que soy un cielo, le ofrezco unas directrices básicas GPS de dónde encontrar la casa del putas y la tomatosa expansiva. ¡Ahí te lo llevas, cabrito! Que te lo endilgarás bien endilgado cuando al pobre infeliz le pegue todo el helicóptero y se ponga aspersor de riego. Eso si llega a casa y es capaz de abrir. Pero ya no es problema mío. La supervivencia del borracho, la he mencionado antes, dicta que mañana, o a la hora de comer, o cuando sea, aparecerá vivo en algún sitio y manera, pero vivo, que es lo importante. Digo yo que le alcanzarán las habilidades adaptativas para, si no se encuentra a si mismo cuando se le pase el pedín, llamar a alguien que pueda socorrerlo y que tenga verdadero interés en hacerlo. Todo eso es una paja mental que si se da será muy lejos en el tiempo, en mi tiempo. Yo no estaré allí, ni ganas. Ni lo acompaño a la puerta del bar, que es una gran mierda volver entre la multitud, me queda media cerveza y tengo que despegar tranquilamente la pegatina del cuello de la botella. ¡Qué de cosas!

        Beber sólo en un bar de copas repleto, en hora punta, apoyado contra un tabique, es penoso. Penoso menos si ya te da lo mismo todo y te la sudan bastante las espaldas que delimitan el espacio alrededor tuyo. Introspeccionas bastantes bobadas que no te duran en la memoria operativa ni tres tragos. Los únicos momentos, aquellos en los que me siento algo ridículo, resultan ser cuando me amorro la botella vacía, y lo sigo haciendo, automáticamente, hasta que encuentro un sitio donde dejar el casco. Me agacho arrastrándome como una babosa por la pared. Podía haberme caído, perfectamente, podía, en esa caída, haber dado una buena hostia con el cogote contra el muro. Ya me ha pasado otras veces. Soy un antihéroe del fantasimundo etílico, indestructible, invulnerable, acero, maestro de las artes marciales (espirituosas, no espirituales). Celebrémoslo pidiendo otra cerveza. Como estoy solo y no hablo, no pienso, no nada, me dura unos minutos escasos. La dejo también en el suelo. No debería jugar así con el equilibrio. Debe ser que a mi mierda de ángel de la guardia (baja), por fin, le ha dado por justificar la nómina y ocuparse de mí. A esa puta travestona de Dios le picará el fandanguillo con hacer un ERE celestial y mi puto custodio tiene el peor expediente y todas las papeletas. ¡Disimula, cabrón! (¡Que religioso todo!). Entro en la fase en la que me follaría un macaco, especialmente con un vestido bonito. Dar de comer al hambriento, de beber al sediento y de joder al jodiento. Esto último es plagio de otro lado. Reclamaciones al señor copyright, que está en los cielos. Decido, sanamente, irme a mi casa con el único propósito de llegar a mi cama y andarme. Soy más polla que hombre. Me espera todavía una buena epopeya trágica. Tengo que llamar, esperar que alguien venga a recogerme, pasar estado de policía y quitarme los zapatos antes. Toda una odisea.


No hay comentarios: