domingo, 8 de enero de 2012

Las llagas XXII

  
        Entonces, el Señor Melocotón, un ser alucinado que se me aparece en noches como esta y e incita al mal en todas sus variantes imaginables, me convence para que le dé unas pequeñas lecciones de La Fuerza al tonto. Llevo las viles y egoístas miras de que el niño prodigio cargue contra el muro de cualquier grupo de cosas vaginosas en el entorno y colarme por el portillo. Le explico, adaptándolo a su nivel, teoremas básicos de que lo importante es propagar la genética (derramar simiente) y que las feas son objetivos potenciales más accesibles. El pobre idiota, que no hace más que pedirme permiso para beber (nacional más bebida energética ¡Santiago y cierra, España!), tiene algún extraño complejo de Paul Newman. No le gusta nada de lo que le señalo por mucho que le insista en que bicho cojo corre menos. No hay forma. Solo convencerle que cambiemos de bar me cuesta un Potosí. Se ha enamorado de la camarera. Le pone ojitos, menos mal que no tengo palco para tanta vergüenza ajena, cada vez que va para allá. La tenacidad de los lelos es, en todo punto, algo admirable.

         Al sitio que nos cambiamos tiene fama de antro de cantera. Pavitos de quince o menos bailan sudamericanadas modernas. También hacen cola en el váter y entran de dos en dos. Vienen pegando duro las nuevas generaciones. El váter solo tiene taza, una. Al rico perico. Me gusta el sitio porque siempre se saca más de rondar cachorros. Los pardillos me soltarán que el que con niños chicos se acuesta meado se levanta. Muy bien, pero las meadas no tienen celulitis y no saben ni a lo que están. Además, hay que jugar la baza de que la virginidad es, en estos tiempos, una virtud a erradicar. Eso las mete prisa (¿Cuantos precintos se quitarán en unas fiestas de pueblo?). El resto es estar al gol del cojo. Después que pase el tiempo, o lo que tenga que pasar. Mañana estarán podridas, disueltas en material orgánico indefinido, ocre y apestoso. Porque las tías buenas de cuando éramos jóvenes, cuando estudiábamos y esas cosas, cuando nos las cascábamos (cada uno la suya) pensando en ellas unas cuatro veces al día, son las gordas de hoy. Son petardas infumables con más ombligo que vagina, inmensas y monstruosas, de un color blanco azulado que sueñan fantasías de príncipes azules y modelos de pasarela sarasas de la tele. Algunas, las que pueden, se van de vacaciones a Punta Cana (u otro cualquier sitio lleno de negros priápicos) de turismo sexual. Las que no, nos siguen dando el coñazo intentando sin éxito reverdecer unos laureles que hace mucho se comieron los asnos. No se dan cuenta que la globalización nos ha llenado los polígonos industriales de putas preciosas por apenas veinte euros. Por eso me gusta este bar, es más fácil, más barato, más todo. No es, en absoluto, una apología pederasta. Los diecisiete, de cualquiera, son sazón, nada más. Se lo intento hacer entender al melón de mi primo, pero no hay tutía.

        Nos ponemos al fondo, contra la pared, en la pista de baile iluminada en rosa. No hay cuatro gatos en el bar. En frente, dos nos miran todo el tiempo. Es tan descarado que hasta mi poca capacidad general se da cuenta. El hecho de que nos miren indica el nivel que tienen. Son una morena y una rubia (“hijas del pueblo de Madrid”, aunque al final si que resultaron ser hijas de pueblo de Madrid). Al superdotado no le gustan. Le ofrezco quedarme con la que no elija él, lo que es un cuento porque siempre reparten ellas. A mí, para el avio, me sirven, incluso me sobran. El problema es que no tengo ninguna motivación para ponerme a hablar con ellas. Lo suyo sería que el tonto, con el atrevimiento de sus pocas luces, entrase para allá. Pero nos ha salido con criterio estético. “No tío, que son muy feas”. Y se ríe al decirlo. ¡Inaudito! Me jode su idiotez, como tantas otras cosas en este mundo, pero es mi baile para hoy. Y bailo, literalmente, el pachangueo verbenero del sitio, porque llevo un pedo de caballo percherón. Ellas nos siguen mirando, la rubia con sus gafitas popi, una camiseta roja y unas mallas de plástico negro brillante; la morena con un vestido corto y chanclas. Esperan. Yo las miro, por corresponder. Mi primo me suelta sandeces en el oído a voces de las que no me entero de una mierda. Podría venir alguna, me da igual cual. Podría, también, ilusionarme con algún decorado que incluya las dos al tiempo, pero tengo la imaginación ahogada en vino y no me viene. Todo el mundo no puede querer lo mismo, aunque el fin sea común.

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