domingo, 15 de enero de 2012

Las llagas XXIII


        Empieza a entrar gente, que viene bonita. Algunos traen guarros los bajos de los pantalones y las zapatillas, embarrados. La explanada de césped del parque estará como un vertedero de Manila. Mañana los críos jugarán en los mismos columpios tras los que el personal se alivia, entre cristales de botellas rotas y con olor a gato muerto. Vienen en el punto ebrio de clímax, donde la curvita del gráfico deja de subir, se remansa y empieza a caer. Nuestro par de admiradoras se marcha. Le meto una mini bronca al terrón, por incompetente. Es como si le meto la misma bronca a un buzón de correos. Al poco, las dos vuelven a aparecer en el mismo lugar, como un clavo. Así se las ponían a Felipe II, claro que Felipe II ejercía de Felipe II en aquellas. Nosotros ni eso. Ellas se habrán movido por darle un meneo al charco y ver si sale algo distinto o nosotros nos alteramos un poco y picamos de una puta vez. Ninguna de las dos cosas. En su segundo intento es todavía más difícil que pase nada. El tonto, ante la afluencia, se me ha turbado todo. Si con el local vacío no había forma, ahora, que le queda muy poco para saturarse de imbéciles, mucho menos. El memo las puede comparar, y por desgracia para el amor no consumado y consumido, siempre empatan o pierden, nunca ganan. Al bar se atesta y las dejo de ver. Mi ayudante de supervillano me reclama atención absoluta. Dependencia y asistencia.

        El cabronazo saca su artillería casanova, su once de gala, su género más fino. Baila arrimando, y arrimándose, todo lo que puede a cada niña más o menos mona que tiene cerca. Se me transfigura en guarro montaraz rascándose el lomo en un roble. Lo mejor es su cara de éxtasis. Podría darle clases de mímica a Santa Teresa para los suyos. Sus victimas, las del tonto, no las de Santa Teresa, huyen como pueden y me miran pidiéndome (exigiéndome, que son todas unas niñatas de muy señor mío, de las que piensan que el universo se hizo para ellas y por eso exigen siempre, aunque esta vez tengan un puntito de razón) que ate al animalico. Yo, a mi vez, pongo estampa de “Reina, cada perro se lame su pijo. Bastante tengo con tomarme al tonto con filosofía zen. Si se frotase contra mí, ya vería de espantármelo sin recurrir a ti”. Tanto va el cántaro a la fuente que acaba por romperse. Lo de la cebolleta del tonto, si no se rompe, es porque tengo que ponerle algo debajo.

        Dos subnormales, todavía más que el mío, se juegan un farol. Los dos micos, que no le llegan a la altura del pecho a mi mascota, se le encaran y se vienen arriba. Conozco a mi tonto lo suficiente para saber que se está cocinando en el horno un buen brote Increíble Hulk. Los críos ni se lo huelen porque, bien les falta mundo, bien basan el linternazo en un apoyo de potencias aliadas que acaben con el tonto y conmigo en una hoguera en la plaza del pueblo. Y aunque esto último sea verdad, a ellos dos les pinta mala porque el tonto, lo sé, es perfectamente capaz de darles un buen tirón de orejas si se atocina antes de que llegue la asistencia táctica (es lo que tiene ponerse, y exponerse, en boca de fuego). Además, ladran mucho y miran muy torvos. Están actuados, y muy mal, por cierto. Intervengo de mano izquierda y palabritas, que es gratis (como jode mi prima Nati. Lo siento, he tenido que meterlo con calzador. Un antojo). Es la salida más honorable para todo el mundo (urbi et orbe) y el par de mariquitas la están pidiendo a berridos. Por darles gusto… De todas maneras me reclaman, los muy fariseos, un montón de daños y perjuicios porque son primo (¡Otro primo más!) y amigo del novio, respectivamente, de una de las agraviadas por mi orangután. Por una polla rozando un culo, con ropa de por medio, no se va a tener pistolas al amanecer. Ellos son los primeros que no quieren. Son jodidos los oficios de la honra. Es bien imbécil zurrarse, pudiendo zurrársela, por una tía, especialmente si ni siquiera le has sobado una teta al natural. A veces toca, pero no por eso deja de ser menos imbécil.

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