domingo, 8 de junio de 2014

Siempre hubo clases y clases II



            El clan ahora se partía en dos núcleos familiares. Eran las familias que habían formado cada uno de los dos hijos de los fundadores de la dinastía. Los nietos de aquellos emprendedores ya eran adultos, algunos hasta estaban casados y pronto (según la lógica bien vista del “qué dirán”) crearían más secciones a parasitar el holding. Pero todo había comenzado mucho tiempo atrás con un matrimonio. Tiempos de supervivencia y de poco escrúpulo. La suerte, los cojones, o lo que quiera que sea, habían levantado el imperio. El camino se había llevado, aun aceptablemente joven y en pleno trabajo, puesto al que en esos momentos debiera ser el abuelo. Entonces la viuda, hay que reconocerle que con mucho cuajo, había sostenido la posición y afianzado todo aquello que ahora los hijos gestionaban. La vieja, por ley de vida, llegó un momento en el que tubo que dejar paso a la ambición de sus cachorros. Costó que soltara la vara de mando pero, por un concepto fundamental de actualización constante imprescindible para el devenir del negocio, terminó pasando. Desde entonces, indomable, echó una mano a todo lo que supo, pudo y le dejaron. Entretanto los años pegaron como suelen, como un martillo pilón, a lo suyo, uno detrás de otro.

            Y aquí es donde entra la Santa con su guadaña. La vieja entró, finalmente, en barrena. Su deterioro se multiplicó exponencialmente de una forma, que, sobre todo en lo último, parecía que por cada minuto transcurrido se le comía vida (sobre todo cordura) a ojos vista. En cosa de un mes los hijos, que previamente habían ignorado las señales en forma de rarezas y pedradas de la señora cada vez más constantes, se sorprendieron de la demencia galopante y del inevitable encame de la anciana. Como ordenaban los cánones rurales, la tuvieron en casa y, para señal de su solvencia económica, contrataron “una mujer” para que atendiese a la moribunda. Semanas más tarde la Santa hizo su visita. Así terminan todos los cuentos de este mundo, al menos al más largo plazo.

            De cara al velatorio, en lugar de aprovecharse de la pragmática utilidad de un tanatorio (como poco, te ofrece la posibilidad de mantener tu casa inviolada por los pelmas necrófilos y, por ende, un lugar al que escaparte un rato). Ellos lo hicieron en el amplio salón de casa en cuanto descartaron el descansillo de la entrada (para facilitar el no tener que subir escaleras a las visitas más limitadas cinéticamente). Allí colocaron la caja en una esquina y un montón de sillas en círculo (que más parecían estar listas para una dinámica de reunión de empresa que para lo que en verdad estaban). Durante todo el día siguiente, casi todo el pueblo pasó por ese salón a musitar el pésame y meter la nariz. Los más carcas se arrodillaron, santiguaron o besaron el féretro todo lo ostentosamente posible. A media tarde, una iluminada propuso echar un rosario. Su opinión tuvo quórum y lo rezaron. Ese contexto, con el murmullo de la plegaria y las fotos de comunión en las paredes, inundaron de casticismo casposo la escena. Como quizás haya dicho antes, habían dado el salto económico, no el social.

            A su hora la enterraron en un funeral (relativamente) multitudinario. Aun hicieron alguna calaverada rancia, como trasportar el ataúd (para lo que hubieron de buscar voluntarios) a hombros y en comitiva hasta la iglesia. El cura, afortunadamente, despachó rápido (era un tío ocupado con quehaceres interrumpidos como su propio ocio). En el cementerio el sol picaba desagradable. A algunos de los figurantes, los más expuestos al astro, se les enrojecieron las orejas.

            Eso sí, hubo un detalle en el que el entierro fue regio como debiera: las flores. De muchos conocidos, allegados, clientes, proveedores, compromisos al fin y al cabo, llegaron durante todo el velatorio, una detrás de otra, hasta juntar una cantidad ingente, casi exagerada. No sé porqué pero las coronas funerarias me parecen algo grotesco, algo que jode lo solemne del instante dando una pincelada de feria. Para mí, es ver una de ellas y automáticamente pensar en carreras de caballos o premios de fórmula uno en blanco y negro. Las de la difunta eran de postín, con llamativas flores de primera división: rosas, claveles… En las cintas, las tipografías clásicas proclamaban tópicos y nombres. Hubo una en especial que me llamó la atención. Y no fue por lo que contenía de mensaje (del que ya no me acuerdo, creo que era, simplemente “familia….”; los colores de la cinta eran los de la bandera de España chillones, brillantes. No venía a cuento la banderita ahí, al menos desde mi punto de vista, pero cada cual sabe lo que hace con sus regalos, aunque sean de este tipo.

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