domingo, 15 de junio de 2014

La gorda I



            La gorda, entre otras cosas peores de su enorme conjunto de virtudes éticas y estéticas, defendía al funcionariado a capa y espada. Evidentemente, ella era funcionaria (si no, ¿De qué?). Aunque era la última mierda del escalafón de lo público, una simple auxiliar administrativa en una aldea que no llegaba al medio millar de almas (cuya negrura o pureza es objeto de otro debate), tenía, podríamos decirlo así, el carnet y, por lo tanto, el derecho a pavonearse y a exhibir esa exacerbado sentimiento de casta y paleto chauvinismo laboral. También tenía, y puede que fuese otro de los motivos para tanto humo, una nómina de mil y mucho pico (en el país de los setecientos, si llega), dos paguitas dobles, moscosos, vacaciones que criaban como conejos (al cabo del año, y para empezar el siguiente con alegría, siempre cuadraba una semanita que hubiese escandalizado a los cálculos de un purista de las matemáticas), desayuno, café, cursos con regalo y kilometraje pagado sin rechistar, una parsimonia de mil demonios y media cesta de la compra hecha con serviles regalos del vecindario (porque era algo de verse como en la temporada frutícola del terruño cada día se embolsaba por la jeró lo menos cinco kilos de genero selecto; reminiscencias del señorito de la fincha y el “a mandar que para eso estamos Don/Doña…”) en hortalizas frutas y embutidos. Todas esas cosas tenía la gorda, las suficientes para ser feliz y no joder al personal, de sobra para no ser una amargada de un quintal amarrada constantemente al móvil para babear (mitad nostalgia de su paella carbonizada, mitad envidia biliosa del “culo veo – culo quiero”) con las fotografías enviadas de los bebés. Cualquier otro, con la que estaba cayendo, hubiese dado palmas con las orejas por poder tener su vida. Bueno, quizás su vida no, las posibilidades y el punto de partida de la estabilidad que su vida (o su cómodo trabajo, o su salario, elegid la que queráis) garantizaba.

            Ese día me había hecho subir al ayuntamiento para echarle una mano. Como siempre que lo hacía, subí con asco porque sabía lo que me iba a tocar. En efecto, fue una mañana tranquila, en la que todo lo útil que hice fue hacer alguna fotocopia y poco más. No era por el trabajo, era, quizás, por la ausencia de este. Eso o porque “la gorda” (inevitable mote a poco que se la tratase) amargaba a cualquiera con su parsimonia, su dejadez, su conversación nula, el tener que ver como fluctuaba entre la más absoluta tutela al ciudadano para con sus amigos y la hostilidad manifiesta a los usuarios que le caían mal… A la hora del café (al que, sin ser uno de ellos, de los funcionarios, me acoplaba por mi cara bonita y porque no está bien eso de hacer el palomo, al menos hacerlo demasiado) yo ya estaba hasta la polla, y aun me faltaba un rato. Ella, durante todo el tiempo anterior al descanso, solo había inscrito a un anciano difunto en el registro y cotilleado en un grupo de mensajes. Mientras tanto, me la había pasado como un pasmarote, detrás de ella, aguardando la nada. Aunque ella argumentase que ese era mi trabajo y que por ello me debía joder y aguantar; no, no lo era, mi puesto era distinto. El que yo subiese era un apaño irregular para darme faena y quitarle los quites más simples (y, por lo tanto, los más molestos y cotidianos). El trabajo es el castigo por el pecado del hombre (pan con el sudor de la frente y esas mierdas…). Lo que la jodida biblia no menciona es el plus de penitencia de soportar a la gorda.

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